EN EL CENÁCULO
CON JESÚS RESUCITADO


Hoy nosotros, viviremos una experiencia nueva de Resurrección y Pentecostés, en el Cenáculo, que nos hará salir llenos del Espíritu Santo a proclamar con Poder que Cristo Vive y somos testigos Resucitados.

La experiencia de la Resurrección fue el principio de una vida nueva para los Apóstoles y los discípulos del Señor. Nosotros hemos vivido la misma experiencia “por el Espíritu Santo que ha sido derramado en nosotros” (Rom 5, 5). Fundamentalmente quiero centrarme en tres puntos importantísimos, de la experiencia de Resurrección: 1. Crea unidad, exterior e interior, 2. Mueve a la Santidad por los frutos del Espíritu Santo y 3. Exige la proclamación del Reino valiente de palabra y de hechos por los Carismas del Espíritu Santo (Hoy nos centraremos en los dos primeros). 

Si vemos nuestras comunidades, podremos darnos cuenta que estamos bastante lejos de esta experiencia de Resurrección. El termómetro esta, en como vivimos estas tres dimensiones. Yo me he dado cuenta, en los años que llevo en Renovación que no se le da mucha importancia a esta experiencia de Resurrección. Se habla mucho de Pentecostés y del Pentecostés personal, pero no se habla de la Resurrección y de la Resurrección personal; cuando sin ella es imposible que el mismo Espíritu Reine en nuestra vida. Por eso entre nosotros se dan los carismas pero no se dan tanto los frutos del Espíritu que son los que determinar nuestra santidad. Se pueden y se tienen carismas independientemente de la santidad; pero no se pueden tener Frutos del Espíritu sin santidad.

         Nuestro Señor Jesucristo Resucitado quiere que seamos santos como Él, el Padre y el Espíritu Santo son santos. Llegar a la santidad es el único objetivo de nuestra vida; ya que ser santo es dejar de ser para nosotros, para que Él sea en nosotros, como dijo San Juan Bautista: “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30) Este objetivo nos puede parecer titánico, sino imposible y ciertamente lo es. Para el hombre es imposible pero el Señor hoy te contesta: “Para Dios todo es posible” (Mt 19, 26).

Puede que te preguntes como María: “¿Cómo será esto... ?” (Lc 1, 34b) y como a ella el ángel que tienes hoy delante de ti, te digo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35) Todo lo que Él toca lo santifica. Déjate tocar hoy, por Jesús Resucitado, mete todo tu ser en sus llagas venditas y su Espíritu “te cubrirá” con su Poder y su fruto será en ti santo.

El nuevo pueblo de la Alabanza, esta llamado a ser santo siguiendo la voz del Señor que nos dice: “¡Sed santos para mí, porque Yo, el Señor, soy santo; y os he separado de entre los pueblos para que seáis míos!” (Lv 20, 26).

1.- EXPERIENCIA APOSTÓLICA DE LA RESURRECCIÓN.-

En los Hechos de los Apóstoles vemos como vive esta experiencia de resurrección, la primera comunidad y lo que esto significa para ellos. Escuchemos: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran poder. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos  o casas los vendían, traían el importe de las ventas, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartían a cada uno según su necesidad” (Hch 4, 32-35).

Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor, pero no sólo con la palabra encendida y valiente, sino con el ejemplo de vida. El signo más importante de la Pascua era la común-unión de los creyentes: interior –pensaban y sentían lo mismo- y exterior –lo poseían todo en común-. Si “los amigos lo tienen todo en común” (Aristóteles), los hermanos se quieren tanto que desean poner en común sus corazones.

Podemos hoy hacer una evaluación de nuestra vivencia de Resurrección, desde este texto. En cuanto a la comunión interior: ¿En mi grupo o comunidad, todos pensamos y sentimos lo mismo? ¿O hay divisiones,  y cada uno piensa y siente de una forma diferente? ¿Hemos fundido nuestros corazones y nuestras almas a la de Jesús Resucitado? ¿O más bien queremos que Jesús y los hermanos sean como yo? En cuanto a la comunión exterior: ¿Nadie pasa necesidad física, ni espiritual dentro del grupo? ¿O ni siquiera se como esta el hermano y me limito a cantar alabanzas a Dios,  juntos, un día a la semana? ¿Qué conocimiento real tengo de la vida de mi hermano? ¿Cuándo un hermano no viene al grupo me preocupo de averiguar que le pasa? 

Otro de los problemas de no vivir en comunión con los hermanos, es que existen en nuestras comunidades muchos Tomás que por no vivir en comunión, se pierden la experiencia de la Resurrección y no están presentes cuando el Señor Jesús Resucitado visita a los suyos para concederles lo que Él cree oportuno en cada momento de la vida, pero sobre todo los frutos del Espíritu Santo, así como el mismo Espíritu Santo: “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo no estaba con ellos cuando vino Jesús” (Jn 20 24ª) Y lo peor es que cuando los hermanos les anuncian la Buena Nueva de la Resurrección ni los creen; poniendo en duda no sólo su palabra sino el mismo poder de Jesús. 

Hoy Jesús Resucitado quiere tocarte como toco un día a Tomás para que seas creyente: “y no seas incrédulo sino creyente” (Jn 20, 27) Así comenzaras el camino de la santidad, que concluirá cuando en la Resurrección seamos semejantes al Él, porque lo veremos cara a cara: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Por eso el mundo no nos conoce porque no le reconoció a él. Queridos somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-2) 

Estos dos versículos de Juan se polarizan en torno a dos grandes admiraciones: ¡Qué amor! Ese misterioso amor del Padre es el origen de toda gracia y toda bendición. Y ¡somos hijos de Dios. ¡Lo somos! No de manera metafórica, sino en verdad. Para eso vino el Hijo predilecto, para compartir con nosotros esa filiación divina. Ahora no se nota, pero cuando veamos a Dios sabremos que somos semejantes a Él, porque participaremos de su divinidad.

La experiencia de la Resurrección trae a la comunidad en primer lugar, la paz: “La paz con vosotros” (Jn 20, 19. 21. 26). En segundo lugar, la alegría: “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Jn 20, 20) En tercer lugar, el envío: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20, 21c) En cuarto lugar, el mismo Espíritu del Resucitado: “Dicho esto, sopló y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’” (Jn 20, 22) Y quinto, el Poder de perdonar o retener los pecados: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 23).

La primera comunidad vive desde el día de la Resurrección esta realidad, que tiene dos momentos en el tiempo: el primero interior, el día de la Resurrección y el segundo exterior y definitivo el día de Pentecostés. Los dos momentos forman parte de una misma y única realidad: ¡La Efusión del Espíritu Santo! Con sus dones, carismas y frutos, que crea comunidad, mueve a la santidad y exige la proclamación de Jesús Resucitado y el perdón de los pecados.

2.- LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA CATOLICA Y LA EXPERIENCIA DE LA RESURRECCIÓN.-

Muchas veces decimos que hay bautizados que no están evangelizados y es verdad, por eso la Renovación como otros movimientos eclesiales surgidos del Concilio Vaticano II, insisten en este aspecto: la necesidad de evangelización de la Iglesia actual. Por esto mismo viendo esta gran necesidad el Santo Padre Benedicto XVI, ha proclamado un año de la fe, (desde octubre de este año, aprovechando los 50 años del Concilio Vaticano II y los 20 del Catecismo). Pero además, creo que nosotros los carismáticos hemos centrado mucho nuestra realidad en Pentecostés, sin pasar o apenas pasar por la Resurrección. Y por eso se manifiestan carismas, pero pocos frutos del Espíritu Santo que son realmente los que nos conducen a la Santidad. Por eso los grupos no crecen ni en numero ni en santidad, por eso existen divisiones y celos cuando surgen los carismas. Incluso se persiguen los hermanos a los que el Señor a querido utilizar para su obra capacitándolos con carismas; y en esta persecución no solamente se llega a destruir a los hermanos sino lo que es peor no permitimos que la Obra de Dios se manifieste y crezca en el mundo.
 
Tantos Tomás, que no creemos en la Obra de Cristo Resucitado, en nuestra comunidad y en el hermano, tantos que queremos nosotros atesorar todos los carismas y si no los tenemos impedimos que se manifiesten en otros hermanos. Todo esto es porque no hemos tenido la Experiencia de la Resurrección Personal, ni en nosotros ni en nuestra seudo comunidad y digo seudo comunidad, porque no se puede hablar de comunidad sin la experiencia de la Resurrección, que transforme toda nuestra realidad.

Hoy nos vamos a poner en disposición de que Cristo Resucitado nos toque. Aún a sabiendas que cuando el toca todo lo santifica y desde ese momento uno queda totalmente separado para Dios y no puede vivir para si mismo más: “Y ya no vivo yo, sino  que Cristo  vive en mí” (Gal 2, 20). Desaparecer duele, desaparecer exige, desaparecer sana. “Aquí se requiere la paciencia de los santos, de los que guardan los mandamientos y la fe de Jesús” (Ap 14, 12) No es nuestra fe la que tenemos que guardar, sino la fe de Jesús y este Resucitado. Pero esto solo lo podemos hacer con los frutos del Espíritu Santo, y muriendo a nosotros mismos y al mundo: “Éstos siguen al Cordero a donde quiera que vaya, y han sido rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se encontró mentira: no tienen tacha” (Ap 14, 4b-5)

3.- LA PASCUA, NUEVA CREACIÓN QUE DESTRUYE TODOS LOS MIEDOS Y NOS ENVIA A LA MISIÓN.-

Antes de entrar a hablar sobre los frutos del Espíritu Santo quiero hablar sobre lo que es y debe ser la Pascua para nosotros Renovados y para la Iglesia entera. Esta Pascua que vivimos hoy y que tenemos que vivir siempre. Esta experiencia de Resurrección que todo lo debe hacer nuevo.

         1. UNA PASCUA INTERMINABLE:
         Pascua es la gran fiesta cristiana, es como celebrar nuestro cumpleaños o el fin de la carrera o el triunfo deseado. La Pascua es la experiencia que más identifica a los cristianos. Somos los que creemos en la vida, los que espera­mos más vida, los que adoramos al Dios del amor y de la vida. Sabemos que la tumba temblorosa y fría se convirtió en un rosal, primavera incontenible. Sabemos que las losas sepulcrales pueden ser removidas. Sabemos que la muerte no es nada, o es mucho, sí, un paso liberador. Donde esperábamos encontrar un cadáver encontramos una hoguera viva —tus brasas y tus llagas encen­didas.

         Pascua significa luz poderosa que puede curar todas nuestras cegueras. Significa que el Día venció a la noche, que el Lucero de la mañana no se apa­ga. Significa que todos queremos, podemos ser luz, porque la llama resucitada puede encender nuestro espíritu.

         Pascua significa que todos los deseos humanos pueden ser saciados con el agua de Jesucristo, la que ofreció a la samaritana, el agua que sacia nuestra sed definitivamente y salta hasta la vida eterna. La experiencia de S. Ignacio de Antioquía: “Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia, sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo íntimo me está diciendo: Ven al Padre” (Rm VII, 2). Pascua es saciar nuestro deseo de Dios, para que descanse nuestro corazón inquieto.

                Pascua significa un amor victorioso que salva de la muerte. Significa que el amigo no abandona al amigo, ni siquiera en los momentos angustiosos de la muerte: aunque camine por cañadas oscuras, nada temo. No hay nada que temer. Todos nuestros miedos se polarizan y concentran en el miedo a la muerte.

         “La muerte, siempre el terror a la muerte... (Los pacientes) manifiestan su miedo a la soledad, a la decrepitud, al fracaso, a la noche, pero en realidad existe un único miedo, el miedo a la muerte, frente al cual todos los demás son miedos que encubren el gran terror, el verdadero” (ANTONIO GOMEZ RUFO, Los mares del miedo, Ed. Planeta, 2002).

         El hombre de la Pascua sabe que el amor de Dios, manifestado en Jesucristo, es más fuerte que todo, y que nada, ni siquiera la muerte, puede separarle de él (Rom 8, 38-39). En la vida no manda la muerte sino el amor. Las llaves de la vida las tiene Cristo, no la muerte. Y las llaves de la muerte las tie­ne Cristo, no el infierno. Y las llaves del infierno las tiene Cristo, no satanás.

         Pascua es libertad y alegría. Libre es la persona que ama y ya no teme. To­dos nuestros apegos y ataduras han sido quemados en la hoguera del Espíritu de Jesucristo. Donde está el Espíritu de Jesucristo, allí hay libertad. Y alegría grande, porque el Espíritu de Jesucristo es el gozo de Dios. La Pascua es obra del Espíritu. “Vístete de alegría... purifica tu corazón de la tristeza y vivirás para Dios” (HERMAS, Pastor).

         Pascua es santidad, la vida nueva de Jesucristo resucitado, la vida del Espí­ritu Santo. Nuestro pecado quedó en la cruz, quedó en el sepulcro. Hemos sido lavados con el agua y la sangre del Costado de Cristo. Ahora, “libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad” (Rom 6, 22). “Hemos muerto al pecado para que vivamos una vida nueva” (Rom 6, 2-4). “Celebre­mos la Pascua no con levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad), sino con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad” (1Co 5, 8). El hombre pascual no es terreno ni materialista, no es «carnal», aspira a los bienes de arri­ba, los bienes a la vez elevados e íntimos, los que verdaderamente humanizan.

         “Señor Jesús, haznos comprender que llegamos a la plenitud de vida al morir incesantemente a nosotros mismos y a nuestros deseos egoístas. Pues es únicamente al morir contigo cuando podemos resucitar contigo” (Madre Teresa.)

         Pascua es esperanza y compromiso. La Pascua no sólo mira al pasado. La Pascua no ha terminado, ni termina. Cristo sigue resucitando. Por eso celebra­mos la Pascua cada año, cada domingo, en la Eucaristía. Y la celebramos en nuestro corazón cada vez que curamos alguna herida de muerte, cada vez que renovamos nuestra vida. Cada día podemos resucitar un poco más en noso­tros. Cada día podemos hacer crecer la resurrección en el mundo.

         Por eso la Pascua es compromiso de lucha contra la muerte. Tenemos que seguir repitiendo, como Jesús ante el sepulcro de Lázaro: quitad la losa. Qui­tad toda opresión y toda injusticia; sal fuera, sal de tu cárcel y tu marginación; desatadle y dejarle andar, que sea libre, que sea persona, que pueda crecer y dar fruto. Cristo, en su resurrección, anticipó el futuro, pero nosotros tenemos que ir llenando el presente de futuro, sembrando semillas de vida, ayudando a Jesús a resucitar, sus colaboradores pascuales y sus testigos.

         2. PASCUA FLORIDA:

         La Pascua suena bien y casa bien con todas las cosas hermosas que conoce­mos, como la luz, el perfume, la flor... Pascua es pintar de color toda la vida.

         La Pascua es luz, mucha luz, pero no deslumbra, sino que alegra. Una luz que vence a las tinieblas, y que no se extingue. “Mirad a Cristo como una es­trella que brilla en la noche hasta que la aurora empieza a despuntar y el día se levanta en vuestros corazones” (2Pe 1, 19). Los Padres escribieron páginas muy bellas sobre Cristo resucitado, el Día sin ocaso. El Hermano Roger se pregun­ta: “Me pregunto por qué esta confianza en Cristo que viene a iluminar nues­tra noche es tan esencial para mí. Y me doy cuenta de que esta confianza tiene que ver con una experiencia de la infancia”, cuando su padre le señalaba el cielo para descubrir la estrella del pastor que vieron los Magos.

         La Pascua es perfume, porque es el triunfo del Espíritu, perfume de Dios. Jesús fue ungido por María, con nardo exquisito, antes de su muerte, como anunciándola. También fue ungido por Nicodemo con una mezcla de mirra y áloe después de su muerte. Las mujeres querían volver a ungirle con aromas que habían preparado, pasado el descanso sabático, al alborear el primer día de la semana. Pero antes que todos se había adelantado el Espíritu Santo que lo ungió y lo perfumó hasta el fondo “con óleo de alegría” y santidad (Sal 44, 8-9). Una persona así oleada no puede ser jamás pasto de corrupción.

         El hombre pascual es el que se deja contagiar e impregnar de este perfume de Cristo, “pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo” (2Co 2, 15). Seamos también buen olor, porque no somos levadura vieja, porque no queda en nosotros nada de corrupción, porque hemos sido “lavados y consagrados... en el Espíritu de nuestro Dios” (1Co 6, 11). Buen olor de Cristo porque pode­mos ofrecer los sazonados frutos el Espíritu.

         “Jesús, ayúdame a infundir tu perfume donde vayamos. Inunda nuestras almas con tu Espíritu y con tu vida. Penetra y posee todo nuestro ser, de tal manera que nuestras vidas no sean sino una irradiación de la tuya. Resplande­ce a través de nosotros y sé de tal manera en nosotros que toda alma que tú nos harás encontrar pueda sentir tu presencia en nosotros” (Madre Teresa).

         La Pascua es flor, una prodigiosa floración. Cristo resucitado es la flor de la Humanidad. “Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz. Sobre él posará el Espíritu del Señor” (Is 11, 1-2).

     Vivir la Pascua es hacer florecer nuestra vida. Hacer florecer nuestras manos con flores de servicio y amistad.
v     El pulgar, flor para la ayuda. Porque todos sus hermanos piden su colaboración.
v    El índice, flor de orientación, de búsqueda y consejo.
v     El corazón, flor de amor, que a todos sostiene y consuela.
v    El anular, flor de compromiso, de fidelidad y delicadeza.
v    El meñique, flor de humildad, de abandono confiado, de sencillez de corazón.

         3.  PASCUA SE ESCRIBE CON...
         Pascua se escribe con P, según el conocido montaje: El niño que perdió la P de Pascua.

         Se escribe, efectivamente, con P de Paz, el más hermoso fruto pascual. Una paz entrañable, superadora, creativa, contagiosa. ¡Oh Cristo, contágianos de tu paz!

         Se escribe con P de perdón, el triunfo de la misericordia. Pedro será perdo­nado con tres confesiones de amor. ¡Qué pena que Judas se ahorcara! ¡Oh Cristo, envuélvenos con tu mirada comprensiva y compasiva, haznos capaces de perdonar!

         Se escribe con P de primavera, es la vida pujante y victoriosa sobre el duro y feo invierno de la muerte. Es anuncio de más vida, primicia de lo que espe­ramos, fundamento de nuestra esperanza. La pascua es flor y espiga, sinfonía y alleluia incesante. ¡Oh Cristo, aliéntanos tu vida y revístenos de tu belleza!

         Pascua se escribe también con A
         Con A de amor, más fuerte que la muerte. Al entregar su vida, el amor la ganó para siempre. ¡Oh Cristo, enamórame, hazme un latido de tu corazón!
 
     Con A de amistad, reencuentro de los amigos, compartir el pan y la palabra, faenar juntos y soñar juntos, y Cristo siempre en medio. ¡Oh Cristo, quédate con nosotros!
         Con A de alegría, porque la tristeza fue también derrotada, como aliada de la muerte. El sufrimiento fue ganado por la Redención para la Pascua. El sufrimiento será pascual. ¡Oh Cristo, dame al fruto pascual de la alegría y sea yo testigo!
         Pascua se escribe también con S de salvación, con C de compasión, con U de utopía realizada. Pascua es Alfa y Omega, se escribe con todas las letras del abecedario. ¡Oh Cristo, hazme una letra de Pascua!

         4.  UNA NUEVA CREACIÓN:
         La Pascua es una creación nueva. Cristo resucitado es el hombre nuevo, el nuevo Adán, perfección consumada, belleza inigualable, Alfa y Omega de la Creación. Ahora todo tiene que empezar a ser nuevo: el agua, el fuego, el aceite, el vino y el pan. Una vuelta al paraíso. Y el hombre tiene que empezar a renovarse y embellecerse, hasta que aparezca en él la imagen de Jesucristo, una nueva humanidad.
         Lo que hizo cambiar el mundo no fue una gran revolución, una batalla decisiva, una ley nueva, una prolongación de derechos o un descubrimiento o in­vento de la ciencia. Lo que cambió el mundo fue el Crucificado. La cruz es el fin del mundo, el de la mentira, la violencia y la injusticia. Éste fue el verdade­ro terremoto que se produjo a la muerte de Jesús, un terremoto de valores. La muerte fue vencida, por eso los sepulcros se abrieron. Y el velo del Templo se rasgó porque la divinidad abrió sus puertas de par en par. Son signos de algo que acaba y algo que se inaugura. En la cruz fue aplastada la serpiente y de la cruz se abren otras fuentes, las de la gracia y el Espíritu.

         Pero cualquiera puede preguntar: ¿dónde está ese cambio? El pecado sigue siendo fruto amargo y abundante del hombre. La serpiente sigue coronada de poder y llena de veneno. El mundo es tan viejo y corrompido como siempre.

         Decimos que esas realidades nuevas, que se manifiestan en Jesucristo resu­citado, son semillas que tenemos que cultivar en cada hombre, en cada pueblo y en cada palmo de la tierra. La resurrección de Jesucristo es el anticipo de to­das las resurrecciones y de todas las renovaciones. Por eso la Pascua es a la vez fiesta y compromiso. Tenemos que seguir pisando la cola de la serpiente.

         La primera renovación tiene que realizarse en el corazón de cada creyente. Todo el que celebra la Pascua ha de morir al pecado y vestirse del hombre nuevo. Ojalá se hiciera de una vez para siempre. Sabemos que no es así. El proceso de resurrección y de cristificación es progresivo permanente.

         Lo mismo podemos decir de cada comunidad cristiana, de cada pueblo creyente, de la Iglesia en general. Las primeras páginas de la Iglesia se escri­ben de manera limpia y brillante, de modo que la Iglesia aparece como un modelo a seguir. Los apóstoles son hombres resucitados que dan testimonio de la resurrección. Los primeros discípulos y grupos de creyentes son admirables por su libertad y valentía, por su limpieza de vida, por su generosidad y cari­dad, por su común-unión.

         Encontramos ejemplos bellísimos, no sólo en los Hechos de los Apóstoles —idealizados, sin duda—, sino en los primeros escritores cristianos. Veamos tres testimonios del siglo II.

         a) “Se aman unos a otros y no desprecian a las viudas, libran al huérfano de quien le trata con violencia; y el que tiene da sin envidia al que no tiene. Apenas ven un forastero lo introducen en sus propias casas y se alegran por él como un verdadero hermano... Y si entre ellos hay alguno que esté pobre o necesitado y ellos no tienen abundancia de medios, ayunan dos o tres días para satisfacer la falta de sustento necesario en los necesitados” (ARÍSTIDES, Apología, XV, 2).

         b) “Los que antes nos complacíamos en la disolución, ahora abrazamos sólo la castidad... Los que amábamos por encima de todo el dinero y los acrecimientos de nuestros bienes, ahora aun lo que tenemos lo ponemos en común y de ello damos parte a todo el que está necesitado; los que nos odiábamos y matábamos los unos a los otros y no compartíamos el hogar con quienes no eran de nuestra propia raza, por la diferencia de costumbres, ahora, después de la aparición de Cristo, vivimos todos juntos y rogamos por nuestros enemi­gos” (S. JUSTINO, I Apología 14, 2-4).

         c) “Mas para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo eso son los cristianos en mundo... Tal es el puesto que Dios les señaló y no les es lícito desertar de él” (Carta a Diognete VI, 10).

         Estamos llamados a ser, efectivamente, el alma del mundo. Estamos llama­dos a elevar el mundo, a purificarlo y encenderlo, a pacificarlo y unirlo. Esta­mos llamados a luchar contra la vejez del mundo, contra los viejos demonios de la violencia y la injusticia, del odio y la desunión. Estamos llamados a dar testimonio, con nuestra palabra y nuestro ejemplo, de la nueva realidad de la resurrección y posibilitar la presencia de Cristo en medio de nuestro mundo.

         5.  JESÚS EN MEDIO:
         Al anochecer de aquel día. Se hacía de noche también en el alma de los discípulos. Recordaban lo sucedido con tristeza y con profunda desilusión. Ahora no sabían qué hacer ni a dónde ir. De momento ahí estaban, en la casa de siempre, pero con las puertas bien cerradas, porque tenían mucho miedo.

         Y en esto entró Jesús. Al entrar Jesús se hizo día. Jesús se hizo verdad, se hizo paz, se hizo don. Con su presencia resucitada devuelve a aquellos hombres la seguridad y la alegría. Con su presencia resucitada contagiará a sus dis­cípulos de su resurrección.

         Y se puso en medio de ellos. Lo primero que quiere Jesús es crear comuni­dad. Que sus discípulos estén unidos en torno a él. Jesús siempre en medio de cada grupo que cree y que ama. Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio. En medio está Jesús uniendo, alegrando, pacificando. Es el punto de referencia de todo creyente, el lazo de unión de todo discípulo, la fuerza vivificadora de todo cristiano.

     Su presencia pacifica: Paz a vosotros. No una paz cualquiera, como la que nosotros intentamos y conocemos, sino una paz divina, una paz íntima e inte­gral, una paz respetuosa e integradora, una paz laboriosa y creativa.

         Su presencia perdona, ante él te sientes perdonado, te sientes aceptado. Je­sús perdona a sus discípulos, sin palabras, y les ofrece el don y el poder de per­donar: A quienes perdonéis. Las relaciones humanas empiezan a ser nuevas. Ya no estarán marcados por la rivalidad, el resentimiento y la venganza, sino por la comprensión, la compasión y el perdón. Por eso la Iglesia ha querido designar el segundo domingo de pascua como el de “la Divina Misericordia”.

         Su presencia vivifica. El signo pascual más importante es la efusión del Espíritu Santo, que vivifica. Jesús alienta su Espíritu sobre los discípulos y los llena de vida nueva. Este Espíritu es el que hace posible la Pascua cada día.

         6. DICHOSOS LOS QUE CREAN SIN HABER VISTO:
         Es una bienaventuranza que se repite en el Evangelio. Aparecen muchos personajes, además de María, que llegan a emocionar a Jesús por la grandeza de su fe. Los discípulos también creyeron, pero necesitaron más pruebas. So­bre todo Tomás, el que exigía la constatación de las llagas.

         Dichosos los apóstoles que vieron y creyeron. Vieron una parte y creyeron todo el misterio. Dichoso Tomás que palpó y creyó. Secretamente le envidia­mos. ¡Quién pudiera ver el rostro maravilloso de Jesús, escuchar sus palabras encendidas y tocar sus heridas resplandecientes! Sería un verdadero Tabor. Bien podían aquellos testigos transmitir su experiencia pascual: “Lo que he­mos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca del Verbo de la vida” (1Jn 1, 1).

         Pero la fe no debiera necesitar tantos argumentos. La fe no viene de los sen­tidos ni tampoco de la razón. Se puede ver y no creer, se puede palpar y quedar frío, muchos lo vieron, y escucharon, pero olvidaron su figura y sus palabras. La fe viene más por el camino del corazón. Por eso afirmaba Jesús: Dichosos los que crean sin haber visto. Y Pedro felicitaba a la segunda generación cristiana: “No habéis visto a Jesucristo y lo amáis, no lo veis y creéis en él” (1Pe 1, 8).

         No hemos visto a Jesús, pero sentimos su presencia. La fe nos enseña dón­de podemos encontrarle. No vemos a Jesús, pero recibimos constantemente su aliento y su fuerza. Por eso, aunque no vemos a Jesús, lo amamos.

        No palpamos las llagas de Jesús, pero la fe nos las acerca. Las llagas de Cristo ahí están, dolientes y multiplicadas, en tantos y tantos hermanos nues­tros, marcados por el dolor, en su cuerpo o en su alma, verdaderamente estigmatizados. Si tenemos fe, los acogeremos y los cuidaremos y los amaremos como a Cristo, aunque no lo veamos. Y si la fe es grande, exclamaremos como Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!

        7.  DEL MIEDO Y LA DUDA AL RECONOCIMIENTO Y LA MISIÓN:
         Llenos de miedo. Así estaban los discípulos antes de la experiencia pascual. El miedo expresa la negatividad humana, la falta de libertad y confianza. Y con el miedo la duda, la tristeza, la soledad. Son losas tremendas que opri­men el corazón humano, anunciadoras de muerte.

         Pero las cosas cambiaron desde que Jesús empezó a dar pruebas de su presencia resucitada. Las mujeres, especialmente Magdalena, fueron las primeras en dar el toque de esperanza. ¿Cómo puede ser? ¿Cosas de mujeres? Después sería Pedro, la Roca, el que confirmaba la asombrosa noticia. Después los dis­cípulos de Emaús, un encuentro para ser filmado.

         En esto estaban. Cleofás y su compañero estaban pasando a los discípulos la película de lo sucedido, con suspense. Caminaba con nosotros, pero no sabíamos. Nos hablaba como amigo y como maestro. Sus palabras encendían nuestros corazones, pero no lo reconocíamos. Aceptó nuestra invitación para quedarse con nosotros, lo que consideramos una bendición, porque nos resultaba difícil separarnos de Él, pero aún no sabíamos ver ni comprender. Cuan­do se sentó a la mesa para cenar con nosotros, tomó el pan, y pronunció la bendición, lo partió y nos lo iba dando. Fue entonces cuando le miramos, nos miramos, lo reconocimos. Era el gesto inconfundible del Señor, el de tantas comidas y el de la Última Cena. Nos parecía entrar en el misterio, en la Fracción del pan. Íbamos a abrazarle, gritando y llorando emocionados, pero él desapareció.

         Todos los discípulos estaban siendo cautivados por el relato. Asentían y entendían. Pero les parecía demasiado bonito. ¿Cómo puede ser verdad este sueño? ¿No será todo un conjunto de alucinaciones contagiadas? Pero no, Simón también lo ha visto. Simón no es un iluso. ¡Tiene que ser verdad!

         En esta conversación estremecida se encontraban (eran once, más los dos de Emaús), cuando Jesús se presentó en medio de ellos. Y la estancia se llenó de luz. No era magia, no eran fuegos artificiales, él estaba allí y repetía su saludo: Paz, paz a vosotros.

         Se reiría Jesús al ver la cara de espanto que ponían. No estaban acostumbrados a estas experiencias tan nuevas, tan de cielo, experiencias trascenden­tes y transformadoras. Les había cogido por sorpresa, ¿No sería un fantasma? También Pedro y los de Emaús se reían, porque ya iban aprendiendo.

     Jesús se esforzaba por tranquilizarlos. Primero eran las palabras, después los signos y los gestos:

      No os alarméis. Fijaos en lo que os digo. Atended al tono de mi voz. ¡Soy yo!

      —Mirad mis manos y mis pies. ¿No veis nada especial en ellos? Podéis pal­par mis heridas, podéis tocar hasta mis huesos. Los fantasmas no se de­jan tocar. ¡Soy yo!

         (En este momento los discípulos estaban ya en la nube, la nube de la emo­ción y la alegría, y seguían atónitos, como fuera se sí. Para que bajaran de la nube les hizo una propuesta) —¿Tenéis ahí algo que comer? Los fantasmas no comen. ¡Soy yo! Jesús tomó el trozo de pez asado que le ofrecieron. (Los panes y los peces abundaban en el menú de Jesús.) Entonces los discípulos se relajaron, se pacificaron, se abrieron a la realidad de la resurrección del Señor.

         En este clima familiar y amistoso, Jesús les explica las Escrituras, como an­tes había hecho a los de Emaús. Les habla sobre el contenido teológico de su Pasión, Muerte y Resurrección. Era necesario que el Mesías padeciera. Les hablaría de Isaac, a punto de ser sacrificado; de José, vendido por sus hermanos; de la serpiente de bronce en el desierto, puesta en un palo; del Siervo de Yahvé, que soportó el castigo que trae la paz y en sus heridas fuimos curados; del Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, llevado al degüello..., sin abrir la boca; del pastor que fue herido y del hijo único traspasado; y les invitaría a rezar el salmo 21, como él hizo desde la cruz, en el que describe anticipada­mente su pasión. También la suya era una muerte anunciada.

         Fue aquello una clase de cristología, con argumentos de la Sagrada Escritura. Los discípulos tomaron buena nota, porque era lección difícil de entender.

         Jesús termina recordándoles su condición de apóstoles. Serán enviados a predicar la conversión y el perdón de los pecados, la misericordia de Dios, la vida nueva, la efusión del Espíritu, la Pascua interminable. Ellos serán testigos cualificados.

         8.  JESÚS HUMANO:
         Jesús era tan humano como sólo un Dios puede serlo, porque asumió toda nuestra difícil y dialéctica realidad, incluso con sus limitaciones, pero no con sus imperfecciones. Aceptó lo que humaniza, no lo que deshumaniza. Tan humano Jesús que pudo escandalizar a muchos, los líderes y defensores de una espiritualidad desencarnada; según éstos, ayunaba poco, se purificaba poco, hacía pocos sacrificios, se relacionaba con gente de mala fama.

         A sus discípulos, para convencerles de la verdad de su resurrección, les ofre­ce pruebas bien humanas. No hizo delante de ellos milagros especiales, sino que les enseñó su cuerpo, se lo ofreció para que lo palparan y comió delante de ellos.

         A) MIRAD MIS MANOS:
         Las manos nos identifican enseguida, sobre todo si se toman las huellas dactilares. Las manos de Jesús eran especiales. Eran manos creadoras y curativas. Por sus dedos fluían la gracia y la salud. El toque de sus manos era sal­vador. Debían estar gastadas de tanto servir. Debían estar algo quemadas de tanto circular por ellas gracia, que es energía espiritual.

         Pero lo más característico de sus manos, su “huella manual”, eran las llagas. Eran manos agujereadas, rotas, en señal de un amor paciente y generoso hasta el extremo. “¿Y esas heridas que hay en tus manos?... Las he recibido en casa de mis amigos” (Za 13, 6).

         Eran mis amigos, porque yo los perdonaba cuando me las hacían. Eran mis amigos, porque yo los quería, aunque ellos no supieran. Eran mis amigos por­que Dios es amigo de todos los hombres.

         Las manos de Jesucristo reflejaban su personalidad. Eran:
v     Delicadas y fuertes, capaces de acariciar a los niños y de expulsar de­monios.
v     Serviciales y trabajadoras, dispuestas a lavar los pies, vendar heridas, curar enfermos.
v     Generosas y entregadas, lo dan todo y se dan del todo, multiplican los panes y se dejan clavar.
v     Pacíficas y amistosas, bendicen, perdonan, defienden, protegen, aco­gen, ayudan. Venid a mí...
v     Religiosas y orantes, se elevan al Padre y son instrumentos en manos del Padre.

         
         B) MIRAD MIS PIES:
         Los pies de Jesucristo eran prodigiosos:
v     Seguros y decididos, caminando con nosotros, marcando nuestro camino.
v     Pacientes y ligeros, saben esperar y saben acudir presto a la llamada del que le invoca.
v     Cansados y gastados, de tanto caminar tras la oveja perdida o tras el caído en tierra.
v     Humildes y amistosos, se dejan ungir, se dejan besar.
v     Fuertes y victoriosos, capaces de pisar y andar sobre las olas peligrosas del lago.
v     Generosos y entregados, hasta dejarse clavar, hasta dejarse llagar.

         Así tendrían que ser nuestras manos y nuestros pies. Quien los examine ha de reconocer en ellos alguna semejanza con las manos y los pies de nuestro Señor. Dios, cuando nos juzgue, se fijará en ellos, a ver si están gastados de tanto servir, de tanto dar y repartir, de tanto caminar samaritanamente; a ver si mantienen el color y el calor de la amistad y la misericordia. No permita Dios que presentemos unas manos y pies fríos, duros, insensibles, refinados.

         COMIÓ DELANTE DE ELLOS:
         Las comidas de Jesús tenían gran valor y significado. Querían ser como un anticipo del banquete del Reino. Para Jesús la comida era lugar de encuentro, signo de acogida y amistad, ámbito de conversión y perdón. Eran también momentos señalados para la intimidad, la oración, el agradecimiento y la comunión. Utilizaba ritos y gestos especiales que le identificaban, como el mirar al cielo, bendecir, partir el pan...

         Las apariciones están casi siempre unidas a una comida, en un ambiente cá­lido y agradecido. Estas comidas pascuales tienen un fuerte sabor eucarístico.

4.- FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO, FRUTOS DE RESURRECCIÓN.-

El objetivo de la Renovación Carismática consiste en conducir a las personas al Bautismo en el Espíritu, favoreciendo su desarrollo y maduración para, por este camino, llevarlas a una vida cristiana adulta y operante.

         Cuando la gracia del Bautismo en el Espíritu co­mienza a madurar, la vida cristiana se abre y brotan los frutos del Espíritu, a quienes se refiere san Pablo en su Carta a los Gálatas (Ga 5, 22). Además, Jesús habla también de los frutos que producen quienes en él permanecen: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. Quien permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto... La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto” (Jn 15, 5. 8).

         Los frutos son consecuencia del Bautismo en el Espíritu Santo. Consecuencia al mismo tiempo natu­ral y necesaria. Ellos ponen de manifiesto que el Es­píritu Santo está vivo, presente y actuante en el co­razón de la persona, llevando a cabo su obra más importante y propia: la santidad.

         Como resulta natural y necesario que un naranjo adulto produzca naranjas, que el manzano dé man­zanas, que la vid produzca uvas, que cada árbol fru­tal, adulto y sano, a su debido tiempo produzca sus frutos, de la misma forma es natural y necesario que el Espíritu Santo, liberado, acogido y acatado, pro­duzca sus frutos de santidad. Frutos de amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedum­bre, dominio de sí (Ga 5, 22).

         1.- LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU: SIGNOS DE SANTIDAD:
     Los frutos son los signos de santidad producidos por el Espíritu en el corazón humano. Pero, ¿en qué consiste la santidad? Santa es aquella persona en quien el Espíritu produce y madura sus frutos. Santa es la persona animada por la fuerza de los frutos del Espíritu.

         Santa es aquella persona llena y rebosante de los frutos del Espíritu Santo. Santa es la persona llena de amor: amor al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo; llena de un profundo amor hacia todos los herma­nos, sin distinción; llena de amor a sí misma. Es santa la persona llena y rebosante de amor afectivo y efectivo. Movida por la fuerza del amor en su ser, en su modo de hablar, en su forma de pensar, de querer, de actuar, en todos los momentos de su vida. Es santa la persona movida por el amor que la im­pele a servir a los hermanos, especialmente a los más necesitados.

         Santa es la persona llena y rebosante del fruto de la paz. Paz que nace, mantiene y, al mismo tiempo, produce la reconciliación con Dios, consigo misma, con todas las personas. Santa es la persona en paz, pacífica, pacificadora, constructora de paz.

     Santa es la persona llena del fruto de la alegría del Espíritu. Llena y rebosante de la alegría de ser amada y amar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. De la alegría de vivir como cristiana y hacer siempre y únicamente el bien. De la alegría de poder servir a los hermanos por medio de toda clase de buenas obras. Santa es la persona llena y rebosante de ale­gría de vivir las cosas verdaderas, justas y buenas.

     Santa es la persona revestida del fruto de la paciencia. Paciencia como clima interior en sus rela­ciones con los hermanos, consigo mismo, e incluso, en su relación con Dios. Paciencia, como capacidad de sobrellevar, aguantar, no enervarse, no llenarse de tensiones. Paciencia en las imperfecciones de los hermanos, en sus actitudes descompuestas, en sus errores, y hasta en sus ofensas. Paciencia para consi­go misma, en los errores propios, en los sufrimientos, en las enfermedades y dificultades de la vida. Paciencia en las pruebas permitidas por Dios, a lo largo de la propia vida o de la vida de los hermanos.

         Santa es la persona que posee el fruto de la afa­bilidad. Afabilidad evoca a afable, recuerda el panal de miel. Alguien puro y dulce como la miel que sale del panal. Afable es aquella persona en quien el Espíritu ha actuado de tal modo que su corazón se ha vuelto suave, bueno, manso, acogedor, agrada­ble. La afabilidad es un fruto natural del Espíritu. El hace a la persona apta, agradable, rica y enriquece­dora para vivir en la comunidad cristiana.

         Santa es aquella persona en cuyo corazón el Espíritu Santo ha producido el fruto de la bondad. Bueno es aquel que únicamente quiere y hace el bien. Bueno es aquel que ve el lado bueno de las personas, descubre el lado positivo de las actua­ciones de la gente. Bueno es aquel que piensa en el bien de las personas, que se aparta de toda clase de mal o de todo cuanto pueda causar daño o mal a los demás. La persona buena sabe agradecer, elogiar, destacar, promover, animar y estimular a los her­manos. ¡Qué maravilloso es ser bueno! ¡Qué bella es la persona de buen corazón! La bondad es el pro­ducto de la acción del Espíritu Santo.

         La fidelidad es otro fruto del Espíritu, señal de santidad. En la raíz de la fidelidad se halla la fe. Se trata de la fe-confianza en Dios. Fiel es aquel que asume y cumple lo que ha asumido. Fiel es aquel que mantiene la palabra empeñada, cumple lo que ha dicho, aquello que ha prometido. Santa es la persona fiel a Dios, a sus compromisos con Dios, a los mandamientos y a las enseñanzas divinas. La santi­dad se manifiesta en la fidelidad de los compromisos con los hermanos, en la fidelidad a la palabra dada, a los compromisos asumidos, a las promesas hechas, a los propósitos realizados. ¡Qué grato es ser amigo de personas fieles!

         La mansedumbre es otro fruto del Espíritu. Es otra característica de la santidad. Manso es el corazón que no se irrita fácilmente, no ataca, no se siente perturbado por poca cosa, no ofende ni se deja ofender con facilidad. No se deja mover por impulsos incon­trolados de emociones de desamor. No hiere ni se hiere. Manso es el corazón cariñoso, suave, pacífico, conciliador. Una persona mansa constituye una excelente compañía.

         Otro fruto del Espíritu es el dominio de sí mismo o templanza. El Espíritu crea un gran poder de auto-control en el corazón del fiel, para que sepa proce­der correctamente en determinadas circunstancias de la vida. Autocontrol en la alimentación, en la bebida, en el trabajo, en la diversión. Autocontrol en momentos de sufrimientos repentinos e inespe­rados, en las incomprensiones o en las tentaciones: saber comportarse con la sabiduría dada por el Espíritu.

         La vida en el Espíritu se vive en la atmósfera de los frutos del mismo Espíritu. El Pentecostés perso­nal se consolida en la vivencia de los frutos. Por otra parte, la mejor señal y garantía de que efectiva­mente se ha dado el Pentecostés o el Bautismo en el Espíritu, es la presencia, la madurez y la abundan­cia de los frutos.

        
         2.- COMO PREPARAR LOS CORAZONES PARA RECIBIR LOS FRUTOS:
     Tres barreras u obstáculos que se opo­nen a los frutos: 1. Los pecados habituales opuestos a los mismos. 2. Los problemas emocionales que los impiden y bloquean. 3. Las contaminaciones que constituyen dificultad para la recepción de aquellos.

1.     Las barreras de los pecados opuestos a los frutos son demasiado frecuentes: 
       El fruto del amor se ve impedido por la barrera de los pecados de desamor, admitidos o hasta culti­vados, tales como: odio, ira, venganza, amargura y enojos; o la renuncia a perdonar y a reconciliarse; o el pecado de la no aceptación de sí mismo, de no darse el perdón, de autocondenarse, y otros por el estilo.

         El fruto de la alegría se ve obstaculizado por todos los pecados, pero especialmente por mantener deliberadamente presente el rencor hacia los herma­nos, la tristeza por las equivocaciones cometidas en la vida, cultivar tristezas y congojas por aconteci­mientos dolorosos, personales o familiares, y otros. Hay personas que sufren masoquismo, enfermedad que consiste en complacerse en el dolor, cultivando, rumiando, hablando continuamente sobre las tris­tezas, los sufrimientos y los problemas.

         Constituyen barrera para el fruto de la paz, los pecados de división, discordia, sectarismo, espíritu de competencia, toda clase de rencores, así como toda autocondenación, desamor de sí mismo bajo todas sus formas.

         He señalado únicamente tres ejemplos. No obstante, cada fruto del Espíritu puede chocar con barreras específicas. El servidor debe conocer­las, advertirlas y removerlas, a fin de que el fruto pueda manifestarse.

         2. La barrera de los problemas emocionales:
         Muy a menudo aparece también la barrera de los problemas emocionales, que dificultan los frutos. Hay problemas emocionales que impiden o se opo­nen a la aparición de los frutos del Espíritu.

         Al fruto de la mansedumbre, por ejemplo, se oponen los traumas del desamor, la violencia pade­cida en la familia, en la escuela, en la sociedad, en el trabajo. Quien ha sido víctima de la violencia tiene tendencias a la agresividad y, por tanto, a no ser manso de corazón. Por lo demás, esta clase de pro­blemas a que nos hemos referido, son contrarios a diversos frutos del Espíritu: al amor, a la bondad, a la paz, a la alegría, y a otros.

         Al fruto de la fidelidad se opone el problema de la personalidad deformada en relación con la ver­dad, la autenticidad, la honestidad y la sinceridad. Bien puede suceder que una persona se haya criado en un ambiente desfavorable a la verdad y la hones­tidad. O en una atmósfera de muchos miedos y coacciones, circunstancia por la que se ha visto de­formado su carácter. 

         Si permanece atento, el servidor podrá advertir la existencia de barreras de orden psicoló­gico y emocional que están obstaculizando y entor­peciendo la aparición de los frutos. Entonces actua­rá en forma conveniente con miras a remover las barreras que se interpongan, a fin de que los frutos puedan producirse.

3.     Las barreras, contrarias a los frutos, que provienen de contaminaciones de falsa religión:
         Este tipo de contaminaciones, en realidad, son contrarias a todos y cada uno de los frutos del Espíritu, puesto que proceden del espíritu del mal. Podríamos así decir que son precisamente los frutos del espíritu del mal. Y como tales, opuestos a los frutos del Espíritu Santo. El servidor, atento a la marcha de los miembros del grupo, procurará hacer que se produzca la liberación de todos los inte­grantes, para que también los frutos del Espíritu se manifiesten y la vida en renovación sea plena y rebosante.

         4. Eliminación de las barreras que se oponen a los frutos:
         Las barreras de cada especie han de ser removi­das por el servidor o el pastor con los medios adecuados, debidamente aplicados.

         Las barreras de los pecados se han de retirar por medio del llamado a la conversión, interpelación hecha por el servidor o pastor, con el fin de que las per­sonas reconozcan su pecado, se arrepientan, pidan perdón, y cuando fuere necesario, lo confiesen y abandonen. El servidor debe motivar de manera muy clara y convincente a fin de que las personas se resuelvan a abandonar el pecado. 

     Las barreras creadas por los problemas psicológi­cos y emocionales se remueven mediante diversas dinámicas frecuentemente empleadas en la Renova­ción. Son ellas las ora­ciones de curación interior y de curación emocional, como la  “oración de amorización”.

         Las barreras provenientes de la contaminación por falsa religión deben ser removidas por medio del proceso de acción liberadora.
         
         3.- ORAR PARA PEDIR LOS FRUTOS DEL ESPIRITU:
         1. Cómo orar para pedir los frutos:
     Si se llevara a cabo con el propósito de recibir determinado fruto, la oración puede ser bien especí­fica. Y con ello gana en riqueza. Cuando se imploran todos los frutos en una sola oración, es impor­tante que se procure citar los nombres de los frutos, a medida que se va efectuando la oración.

     Se puede seguir un cierto orden en su oración:

         1. Entrar en la presencia del Espíritu, presente en los corazones. Adorarlo, alabarlo, por su actuación en dichos corazones. Si se hiciera en grupo, después de la oración del coordinador o encargado, todos oran en voz alta, alabando, adorando y glorificando al Espíritu Santo.

     2. Pedir al Espíritu que como “fuego” queme y co­mo “agua viva” lave todas las barreras opuestas a los frutos. Cuando se lleva a cabo en grupo, después de la oración del coordinador, todos oran en este sentido.

     3. Pedir al Espíritu que conceda los frutos. Que los dé, los desarrolle y haga madurar. Si se hace en grupo, después de la oración del coordinador, todos oran suplicando los frutos.

4. Agradecer y tributar alabanzas por el bien que se ha de producir como consecuencia de los frutos. Cuando se lleva a cabo en grupo, después del agradecimiento del coordinador, todos expresan su agradecimiento con la oración.

ANTE JESÚS RESUCITADO

Quiero acercarme a ti, Resucitado, aunque sé que deslumbras, Señor mío, pero puedes curar mis ojos, débiles, que vean la verdad de tu misterio. Necesito el calor de tu presencia, palpar tus grandes llagas y quemar en tu fuego mis trapos y mi escoria. Necesito la luz de tu mirada que traspase hasta el fondo mis tinieblas y ponga mi verdad, así, desnuda a los pies de tu gran misericordia.

Necesito sentir tu corazón latiendo tan al vivo y con qué fuerza, sintonizar el mío con el tuyo y caer de rodillas, entre lágrimas, balbuciendo palabras entregadas. Necesito el Aliento de tu boca y respirar tu Espíritu divino que transforme mi vida en algo tuyo. Necesito tu amor, dejarme amar, y derramar tu amor en los hermanos.


Mn. Alberto Jiménez Moral, Rector 

Encuentro de Alabanza, Crecimiento y Fraternidad 

Parróquia de Sant Joan, Montgat, 15 de abril 2012