LA PROMESA DEL PADRE:
EL VIENTO Y EL FUEGO DE DIOS

         
Decía, en un retiro de enero del  2004, hablando sobre el Amor Enamorado:
          
El último suspiro de Jesús es el preludió de la Efusión del Espíritu. Ya en muchas ocasiones había hablado con los Apóstoles de la necesidad de su muerte para que pudieran recibir el Espíritu Santo. 

         Desde entonces el Espíritu Santo que es Amor, habita en nuestros corazones y lo hará hasta el final de los tiempos; ya no es el Padre que pasea en dialogo con el hombre, ya no es el Hijo del Hombre que comparte nuestra vida y nos muestra el camino para volver a ese dialogo de Amor Enamorado. Cuando el Padre y el Hijo en sus diálogos de Amor planean el Sacrificio Salvador, ya comienza a preparar la última etapa de su estrategia para enamorar al hombre. Solo puede enamorarlo desde dentro, desde sus mismas entrañas, quemándolo por dentro, habitando dentro del hombre al mismo tiempo que lo alimenta con Su Propia Sangre y Su Propio Cuerpo. Jesús continúa realizando su Sacrificio Redentor en la Eucaristía. La eucaristía que como expresión del Amor Enamorado entra a nosotros para convertirnos a nosotros en El. 

         Solo es con el Poder del Espíritu Santo como Dios puede completar su plan de Amor con los hombres. Por eso el mismo día de la Resurrección Jesús  entrego su Espíritu que es el Espíritu Santo, que es el Espíritu del Amor, que es Dios mismo que nos fecunda desde dentro y nos enamora: “Dicho esto, soplo y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22).

         Esta plenitud de Amor de Dios para con nosotros llega a su explosión máxima en Pentecostés. Que se vuelve borrachera para aquellos que los reciben, la borrachera de Amor Enamorado, que incluso al exterior parece una borrachera de vino: “… decían riéndose: ‘¡Están llenos de mosto!’” (Hch 2, 13). Todo se vuelve fuego, retumba el lugar, se siente el viento, ese Ruah de Dios de Principio de los tiempos, cuando solo existía el caos y solo era Dios la Única Verdad (Gn 1, 1): “De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que lleno toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo… Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor,…” (Hch 2, 2-4a. 6).

         Desaparece el Caos de humanidad separada de Dios, y ante los ojos atónitos de todos los que estaban en Jerusalén aquellos días, hay una nueva creación, una creación en el corazón y el ama de los hombres. Dios ya no está en el Jardín del Edén dialogando con los hombres, Dios ya no está caminando por los caminos polvorientos del mundo; Dios está en el Hombre, ¡¡¡para siempre!!! Y desde el fondo de su propia conciencia, habla de Amor Enamorado y recupera el tiempo perdido por el hombre, que antes de esto solo se oía a sí mismo, pero que desde Pentecostés, desde el Pentecostés personal oye la voz de Dios en su interior y puede hablar de tú a tú con el Amor Enamorado: “El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5, 5). Ya el hombre no se tiene que ocultar como en el Jardín del Edén, ya el hombre no se tiene que ocultar cuando habla con Dios a los hermanos, como lo hacía nuestro Moisés el gran amigo de Dios. Solo este amor se puede perpetuar hasta la eternidad y al mismo tiempo se puede compartir con los Dones, Carismas y Frutos del Espíritu Santo. 

         Llegará el día en que todo desaparecerá, pero el Amor Enamorado no desaparecerá jamás, ni en Dios, ni en nosotros: “La Caridad no acaba nunca” (1Cor 13, 8); porque nosotros lo seremos todo en Dios y Dios en nosotros. Todo volverá a su origen, al origen de donde salió, al Amor Enamorado de Dios. Y “Entonces conoceré como soy conocido” (1Cor 13, 12c). 
         Todo se consumirá en el Amor Enamorado, yo solo seré Amor Enamorado, todo Amor Enamorado. Dialogo permanente de amor, gozo y placer en Dios.

         Pero mientras que todo esto suceda estamos en la etapa, por la Infinita Gracia de Dios de Sentir en nuestras vidas ese Amor Enamorado de una forma imperfecta, pero con la presencia del Señor Espíritu Santo en nuestra vida, podemos sentir el Poder del Amor Enamorado y transmitirlo a los hermanos con los dones, carismas y frutos”.

Sólo el Espíritu Santo nos hace ver al Señor Jesús y al Padre celestial en lo íntimo de nuestro corazón y en lo íntimo de la creación. Yo soy testigo, desde que el Señor me concedió la gracia de un nuevo Pentecostés hace 33 años; por eso puedo decir con el Apóstol: “Os escribimos acerca de lo que ya existía desde el principio, de lo que hemos oído y de lo que hemos visto con nuestros propios ojos. Pues lo hemos visto y lo hemos tocado con nuestras manos. (1Jn 1, 1). Hoy el Señor quiere regalarte a ti esta misma gracia, que recibí yo y muchos de los que estamos aquí; como también un día recibieron los Apóstoles en cumplimento de la promesa hecha por Jesús; en Pentecostés:

         Yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre. Permanezcan en Jerusalén hasta que sean revestidos de la Fuerza de lo Alto (Lc 24, 49).

         Serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días (Hch 1, 5).

         Recibirán la Fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ustedes y serán mis testigos en Jerusalén, Judea, Samaria, y hasta los confines de la tierra (Hch 1, 8). 


El Bautismo en el Espíritu Santo que recibieron los Após­toles fue tan abundante y definitivo que cambió su vida de tal manera, que quienes los habían conocido antes, se pudie­ron dar cuenta que siendo las mismas personas, se habían transformado radicalmente. Su rostro estaba lleno de alegría, mientras que su mirada reflejaba la esperanza y la paz de los hijos de Dios.

Los habitantes de Jerusalén deseaban compartir la mis­ma experiencia. Por eso, les preguntaron: ¿Podemos tam­bién nosotros tener la experiencia de la fuerza de lo Alto? ¿Qué debemos hacer para vivir como ustedes viven? ¿Cómo podemos nosotros vivir la vida de Jesús que se refleja en ustedes?: (Hch 2,  37).
     La respuesta de Pedro fue muy sencilla y clara: Conviértanse, y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el Nombre de Jesús para el perdón de los pecados; y recibirán el Don del Espíritu Santo, pues la Promesa es para ustedes, sus hijos y todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro: (Hch 2, 38-39).

         La Promesa, el Espíritu Santo, es para todos y cada uno de nosotros. El Espíritu Santo lo prometió Jesús para cada uno de nosotros, para ti y para mí.

         De muchas y variadas maneras Jesús había hablado del Espíritu Santo que habrían de recibir los que creyeran en él.

 Ahora quiero hablarte desde la experiencia de una santa, una de las grandes mujeres de la Iglesia, Santa Gertrudis, llamada la Grande.  (1256-1301). A los cinco años entro en el monasterio cisterciense de Helfta, en el que se entregó con ardor al estudio, dedicándose principalmente a la filosofía y a la literatura. Pero no es, hasta el filo de sus treinta años, el 27 de enero de 1281 que comienza en su vida una nueva etapa de altísima elevación espiritual; un estado de unión habitual con Dios, en la oración y la contemplación, que dura hasta el fin de su vida, el 17 de noviembre. Su fiesta se celebra el 16 de noviembre. Esta santa puede ayudarte hoy, a abrirte a la Gracia de recibir la Efusión del Espíritu Santo. 

En los días de preparación para recibir al Espíritu Santo, fue aleccionada por el propio Jesús sobre el modo como debía acoger al Divino Huésped, adornando su alma con cuatro virtudes: pureza de corazón, humildad, recogimiento y unión.

Si quieres, recibir hoy, al Espíritu Santo de una forma más viva que el día de tu bautismo y nueva, debes tenerte por pequeño, pobre, pecador, débil y desvalido, desnudo y despojado de todo; debes considerarte ciego, sordo y enfermo. Hasta cierto punto, el Espíritu Santo nos otorga su amor y su gracia en la medida que nosotros nos despreciamos y humillamos. No se fija en la magnitud ni el número de tus buenas obras: lo único que quiere encontrar en ti es tu miseria. “El Señor se fija en el humilde, y al soberbio lo trata a distancia” (Sal 138 (137), 6).  Y así nos lo dice el libro de los Proverbios: “El que sea pequeño venga a mí” (Pv  ). No dice: el que sea virtuoso, mortificado, el que ha progresado en la vida espiritual... sino simplemente: “el que sea pequeño, humilde, el que esté convencido de su propia nada”. De ellos quiere ser padre, para tomarlos en sus brazos, nutrirlos y protegerlos. Si tu eres así, hoy vas a ver al Señor en lo íntimo de tu corazón. Y vas a recibir una nueva fuerza, una nueva vida, un nuevo Pentecostés.

Santa Gertrudis hacia esta oración cada día para recibir la gracia del Espíritu Santo y ahora nosotros antes de continuar también podemos hacerla:

Ven, Espíritu Santo. Ven, Dios de Amor, y llena mi alma, tan vacía de todo bien. Inflama mi corazón para amarte. Ilumina mi mente para conocerte. Atráeme, para que encuentre mi alegría en ti. Hazme capaz de gozarte eternamente. Amén.

1.- ¿QUIÉN ERES TÚ, OH GRAN DESCONOCIDO? LA PERSONA Y SUS DONES.- 
Un día, en el 2001, estando en una peregrinación en Fátima; en la explanada, iba caminando, con un joven y me dijo:
-         ¿Puedo pregúntale una cosa?
-         Le dije: ¿Si yo sé contestártela?
-         ¿Qué es eso del Espíritu Santo, de lo que tanto hablan? Yo sé quien es Jesús y Dios, pero ¿el Espíritu Santo?

         ¿Os imagináis mi sorpresa ante esta pregunta? Pues para que veáis; dentro de la iglesia todavía hay personas que no conocen al Espíritu Santo y puede ser que vosotros no conozcáis muy bien al que yo llamo en muchas ocasiones, el patito feo de la Santísima Trinidad. Pero recordar el cuento del patito feo, al final se convirtió en el más maravilloso de los cisnes. Pues ese es el Espíritu Santo, la manifestación más maravillosa y bella de Dios Trino y Uno.

El Espíritu es ese río desbordante en el cual nos bañamos y bautizamos. Mejor, es fuente de agua viva, que bebemos. Y aún mejor, es surtidor abierto en nuestras mismas entrañas.

Este Espíritu llena de dones, frutos y carismas a cada creyente y a toda la Iglesia. Esto crea una gran “diversidad” y riqueza de manifestaciones, pero todas concertadas armoniosamente por el Espíritu vivificante. Nada más contrario al Espíritu que la rivalidad, la división, los particularismos. El Espíritu es desequilibrio aglutinante, movimiento ecuménico; es respeto, aplauso, acogida; es común-unión.

Pero el Espíritu es también creatividad y originalidad, abundancia de gracias, carismas y ministerios; nunca se repite. Es explosión de vida, juventud perenne, sorpresa cotidiana.

Necesitamos el Espíritu para todo, es el alma de la Iglesia. Necesitamos el Espíritu incluso para decir Jesús, el acto de fe más sencillo: “Jesús es Señor” (1Co 12, 3). Él siempre nos lo está repitiendo por dentro y por lo bajo: “Jesús, Jesús, Jesús...”

Pero el Espíritu Santo, es:
El aliento de Jesús, la vida más intima de Jesús. Es aliento creador, vivificante. Es fuerza renovadora. Y es santo, combate el mal, expulsa los demonios, perdona los pecados.

El día de la Pascua (Jn 20, 19-23), Jesús quiso ofrecer a sus discípulos el mejor de sus regalos. Les dio la paz, les llenó de alegría, renovó su amistad. Pero quería algo más. Y fue cuando “exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo”. Les daba algo de sí mismo, el aliento de su vida, el impulso de su acción, toda su fuerza interior.

Es un Espíritu Santo que les enseñará a orar y a amar. Él es oración viva y amor vivo. ¡Oh gran don de Dios! Sin él, qué poca cosa seríamos, qué pobreza, qué vacío, qué pecado, qué muerte. Que el Señor Jesús siga alentando sobre nosotros, sobre su santa Iglesia, sobre el mundo entero. Y de una forma nueva, hoy exhale su aliento sobre ti y sobre mí. 

Los discípulos, una vez que recibieron el oxígeno de Jesús, ya fueron capaces de continuar su misión salvadora: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn  20, 21). Una misión de vida.

Al Espíritu Santo no lo podemos definir, diríamos que no se deja definir. Nuestras definiciones son demasiado estrechas. No es por defecto de personalidad, como si el Espíritu fuera algo nebuloso y difuso, sino por exceso de personalidad. Él nos desborda, como sucede con todo lo referente a Dios.
La personalidad del Espíritu es tan fuerte, que no sólo es persona, sino que es el que personaliza a los demás, empezando por el Padre y el Hijo. La persona, sabemos, se construye por la relación solidaria y amorosa, lo que no es posible sin este Espíritu de Amor. La persona es apertura al otro; se hace en tanto que se relaciona; y ésa es precisamente la misión del Espíritu: abrir él yo hacia él tú, abrir el Padre hacia el Hijo y el Hijo hacia el Padre, romper la individualidad para crear la comunión. Así el Espíritu es el gran personalizador, el camino obligado para ser y para crecer como persona.

Pero nos faltan conceptos y paradigmas apropiados para hablar del Espíritu. Su origen nos es enteramente desconocido, pero que no se da entre nosotros un análogo que nos ayude. Cuando hablamos del Padre y del Hijo entendemos algo de lo que es la paternidad y la filiación; pero cuando hablamos del Espíritu nos perdemos: “Mi corazón te sueña, no te conoce”.

Por eso, para decir algo del Espíritu, necesitamos de los símbolos, que nos abren otras perspectivas. Decimos, por ejemplo, del Espíritu que es:

§  Aliento de vida: apoyándonos en la etimología de la palabra en hebreo (ruahk) y en griego (pneuma). Aliento de Dios, expresión de su vida más íntima; el aliento con el Dios respira. Aliento del Padre que crea la vida, Espíritu vivificante. Aliento de Cristo, que recrea y santifica. También nosotros, en el Espíritu, podemos respirar a Dios.

§  Agua viva: que sacia nuestra sed más profunda, colma nuestros deseos, produce felicidad completa. Agua limpia, en la que nos purificamos y bautizamos. Agua viva, que fecunda y engendra nueva vida, que produce abundantes frutos. Bebemos el Espíritu.

§  Llama de amor viva: que purifica, enciende, transforma, eleva. Es el amor de Dios, todo un fuego que dinamiza y enamora; que quema, pero no consume; que sacrifica, pero no mata; que nos hace salir de sí nos lleva a los hermanos y nos une a Dios. Ardemos en el Espíritu.

§  Óleo de alegría: que unge, empapa, suaviza, cura, agiliza, fortalece y perfuma. Somos ungidos –“cristianos”- por el Espíritu, que entra hasta lo más intimo de nuestras entrañas. Es una medicina maravillosa. Nos ungimos y perfumamos con el Espíritu.

§  Dedo de Dios: para expresar que la fuerza con la que Dios actúa para liberar, para expulsar demonios, parar sanar enfermos, para hacer el bien. Es fuerza creativa, que nos hace crecer en todas las dimensiones, que nos hace trascender, que nos diviniza. Fuerza amistosa, que supera nuestras flaquezas y nuestros miedos, que nos da una paciencia invencible, que nos hace vencer en la tentación. Audaces y llenos de poder en el Espíritu.

Y aquí  tenemos que apelar a la experiencia, que es la mejor  manera de conocer al Espíritu. Ningún nombre, ninguna imagen, ningún símbolo, y menos el de la paloma, nos ayudarían a entender nada sobre el tema. Al Espíritu le empezamos a conocer cuando se mueve en nosotros, cuando sentimos su acción, cuando nos regala sus dones y carismas, cuando le amamos o sentimos su amor. Bastaría ver el ejemplo de los apóstoles el día de Pentecostés.

Sin duda, una de las primeras cosas que llama la atención cuando nos toca ese Dedo de Dios, que es el Espíritu; es la transformación gozosa y poderosa que realiza. Se recibe una energía que contagia, que quita miedos, que se atreve con todo. Los que están llenos del Espíritu, están llenos de fortaleza. La de Sansón era sólo un símbolo. Mejor entendemos la de los primeros discípulos, que hablaban, sufrían y llegaban a morir con paz y hasta con alegría.

El Espíritu, Fuerza de Dios, nos capacita para curar enfermos y tristes, para denunciar injusticias, para servir y trabajar por los demás hasta gastarse, para sufrir hasta el martirio.

Si has experimentado algo de esta fuerza positiva, paciente, liberadora, es que has empezado a conocer al Espíritu.

El Espíritu Santo es:

A)  Don de Dios.
Pero este don de Dios, es Dios mismo. Dios nos regala sus bendiciones en cada momento. La culminación de todos los bienes es su propio Hijo. En su Hijo nos lo entregó todo. Así que “todo es mío”.

Ahora, con el Espíritu, se completa la donación divina, pues es Dios mismo que se derraman en nuestros corazones. Es una entrega que completa e interioriza la de Cristo. Máxima donación de Dios. Somos regalados de Dios.

Al recibir este máximo don de Dios, quedas cristificado y divinizado, aspiras divinidad; tu vida se conforma con la de Dios, con sus gustos, sentimientos e ideales; aprendes a vivir en donación y en gracia.

Si has experimentado esta necesidad de abrirte, de dar aun de lo que necesitas, de darte hasta el fin y en pura gratuidad, es que conoces algo del Espíritu.

B) Amor de Dios.
Todo lo que venimos diciendo tiene un nombre. El Espíritu es el amor de Dios. Y este amor -¡qué fuego, qué energía, qué peso, qué pasión, qué misericordia!- se comunica a la pobre criatura. ¿Qué puede hacer un ser humano con una realidad divina? ¿Qué puede hacer cuando recibe a Dios?

Cuando el hombre recibe este amor de Dios, este Amor-Dios, todo se transfigura. Es cuando empieza a realizarse en él una auténtica divinización.

El amor le lleva a la común-unión, superando distancias y diferencias: -amor de koinonía-. Es lo que se quiere expresar con el don de lenguas.

Urge al servicio y la entrega, para que pongas tu vida a disposición de todos –amor de diaconía-. Se vuelca sobre todos los que sufren, para ayudar y liberar. Es “Padre de los pobres”.

Posibilita todo tipo de bondades y generosidades, haciendo de la vida: amistad, misericordia, gracia y don.

Si experimentas y vives es este amor, si ardes en esta hoguera, es que sabes quién es el Espíritu de Dios. 

Pero si no experimentas y vives este amor, si no ardes en esta hoguera que es el Espíritu Santo; no te preocupes, porque hoy, por manos de la Iglesia, Cristo Jesús Resucitado te ofrece hoy la Gracia de Pentecostés, aquí en nuestra estancia alta de este Encuentro de Mayo en Ágape.

C)  LA PERSONA Y SUS DONES.-
    El Espíritu Santo es Dios, como lo son el Padre y el Hijo. El Espíritu está presente desde el origen mismo de la creación (Gn 1, 2 y 2, 7) y reaparece continuamente en la historia del Pueblo de Dios, ma­nifestándose de diferentes maneras a diversos hombres y mujeres. Éstos tuvieron la sensibilidad de percibirlo y se dejaron seducir por él, desde reyes y profe­tas a pescadores pobres y sin escuela.

         En esta reflexión sobre el Espíritu Santo, sólo te brindo algunas pistas y varios textos bíblicos para que puedas tener la oportunidad de sentir su brisa y su calor, porque es soplo y fuego que nos llega en Pentecostés. Los textos que te sugiero están tomados del Nuevo Testamento ya que me parece un buen modo de adentramos y vivir este tiempo del Espíritu. En el Nuevo Testamento se habla con fre­cuencia del Espíritu Santo. También se lo llama “Es­píritu de Dios”, “del Padre de ustedes”, “de Jesús”, “de Verdad”, “de vida”, el “Consolador”, entre otros nombres. Algunos de ellos expresan claramente que éste procede del Padre y del Hijo. Además, es pre­sentado en su acción con los símbolos de la paloma, el viento, el fuego, el agua, el sello que marca como habíamos visto antes. Pero el uso de esta simbología no debe hacemos olvidar que el Espíritu es Persona y en la Biblia se le atribu­yen facultades y actividades propias de los seres hu­manos: 

·        tiene inteligencia: “Y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rom 8, 27),
·        voluntad: “Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndoselas a cada uno en particular según su voluntad” (1Cor 12, 11),
·         sentimientos: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención” (Ef 4, 30 y Rom 8, 27),
·         se revela: “Porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres, movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios” (2Pe 1, 21),
·        enseña: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho” (Jn 14, 26),
·        da testimonio: “Y, como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gál 4, 6),
·        intercede: “Y de igual manera, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables”  (Rom 8, 26),
·        habla: “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias: al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el Paraíso de Dios” (Ap 2, 7),
·        ordena: “Atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había impedido predicar la palabra en Asia. Estando ya cerca de Misia, intentaron dirigirse a Bitinia, pero no se lo consintió el Espíritu de Jesús” (Hch 16, 6-7),
·        se lo puede entristecer (Ef 4, 30),
·        engañar: “Pedro le digo: ‘Ananías, ¿cómo es que Satanás se adueño de tu corazón  para mentir al Espíritu Santo y quedarte con parte del precio del campo?’” (Hch 5, 3)
·        y hasta hablar en su contra: “Por eso os digo: Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro”  Mt 12, 31-32).

         El Espíritu Santo es el soplo de Dios, el aliento vital que transforma nuestra realidad creando un corazón nuevo en el Pueblo de Dios, fortaleciéndolo, animándolo desde adentro, convirtiéndolo en testigo de su fe. Este Espíritu se manifiesta, ante todo, en Jesús, que luego nos lo envía para que conozcamos la voluntad de Dios y demos fruto.

         Con Pentecostés (Hch 2, 1-11), la creación y el mundo entero reciben un nuevo impulso. Al mismo tiempo las comunidades cristianas se vuelven misioneras y se lanzan sin temor a anunciar la Buena Noticia a todos los pueblos. La Iglesia naciente ex­perimenta la acción del Espíritu porque es purifica­da por Él; el Espíritu la inspira, le da unidad y for­taleza, preside las decisiones de la Comunidad y construye.

         Los dones: Los dones comúnmente atribuidos al Espíritu, no son ni exhaustivos ni excluyentes; antes bien, resu­men toda la actividad que éste realiza en nosotros. Sin embargo, por sobre todos, hay un don que da sen­tido a todos los demás: es el don del Amor. Pero no de cualquier tipo de amor, sino del que encuentra su máxima expresión en quien entrega la vida por sus hermanos. Este es el mayor regalo del Espíritu. Sin él, nuestra vida no tiene sentido. El amor (o la cari­dad) es la primera acción de Dios: él creó al hombre y al mundo por amor y en la plenitud de los tiempos Jesús Resucitado, por amor, nos salvó de la muerte. 

         Los siete dones del Espíritu Santo: Desde siempre hemos aprendido que los dones del Espíritu Santo son siete. Pero este número tiene un significado simbólico: plenitud, totalidad y per­fección. Los siete dones (al igual que los sacramen­tos) pretenden resumir toda la acción del Espíritu Santo en los cristianos. Estos están tomados del Li­bro de Isaías, cuando el profeta describe las cualida­des que tendrá el futuro Mesías: “Sobre él reposará el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor —y lo inspirará el temor del Señor-. El no juzgará según las apariencias ni decidirá por lo que oiga decir: juzgará con justicia a los débiles y decidirá con rectitud para los pobres del país...” (Is 11, 2-4a)

         Sabemos que los dones del Espíritu no son rega­los pasivos, sino que exigen una respuesta, como lo expresa claramente el profeta. Por lo tanto, quien es movido por el Espíritu Santo debe obrar de esa manera. Meditemos un poco sobre el significado y sen­tido de los mismos:

Ï Sabiduría: Consiste en conocer a Dios. Ser sa­bio, según el Espíritu, es conocer y experimen­tar el amor y la bondad de Dios que practica la justicia y nos capacita para que seamos justos también nosotros. Esto no se aprende ni en los libros ni en los cursos sino a través de una vi-vencía personal y comunitaria de oración.

Ï Entendimiento: Es el don que nos ayuda a des­cubrir cual es la voluntad de Dios en las gran­des y pequeñas situaciones cotidianas.

Ï Ciencia: Este don nos da la capacidad de dis­cernir, distinguiendo lo que es bueno y lo que es mejor. Nos da a conocer el proyecto de Dios para cada día. Nos lanza a actuar de acuerdo a nuestros principios y valores cristianos.

Ï Consejo: A través de este don podemos dialo­gar fraternalmente en nuestras familias y en la comunidad cristiana. Podemos ayudar a quien lo necesite, orientando y colaborando para en­contrar soluciones mejores. Mediante el con­sejo y la palabra oportuna debemos animar a los desanimados alentándolos a no bajar los bra­zos y también podemos ver la vida con optimis­mo.

Ï Fortaleza: Este don nos ayuda a enfrentar con coraje y energía las dificultades y problemas que a veces parecen asfixiarnos y que nos cierran el camino. Nos ayuda a vencer las tentaciones de dejar a Jesús por un camino más fácil. Nos per­mite mostrar dulzura y alegría en las obligacio­nes que nos toca desempeñar como padres, tra­bajadores, estudiantes, políticos, catequistas, animadores de la comunidad, etc.

Ï Piedad: Es el don que nos hace descubrir el corazón de Dios amándonos profundamente. También nos invita a entregarle el nuestro y nos envía a los hermanos que más necesitan de nuestro consuelo. Es el don de la Misericor­dia.

Ï Temor de Dios: Este don nos hace reconocer con humildad que Dios es siempre más grande que todo lo que podamos imaginar y nos impulsa a respetarlo y quererlo como nuestro Padre.

    Nosotros recibimos uno o más dones para com­partirlos en la comunidad. Obrar de otra manera es privar de un servicio al Pueblo de Dios. Estos dones o carismas debemos recibirlos con agradecimiento, sabiendo que son regalos que nos comprometen y que el Espíritu los da a quien, cuando y como quie­re.

Ahora bien, los carismas y dones del Espíritu son dados par la edificación de la Iglesia: “A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el provecho común” (1Cor 12, 7) y: “Así pues, ya que aspiráis a los dones espirituales, procurad abundar en ellos para la edificación de la asamblea” (1Cor 14, 12); corresponde, por lo tanto, a la Iglesia misma determinar su autenticidad.

 2.- PENTECOSTÉS: VIENTO Y FUEGO DE DIOS.-
  PENTECOSTÉS CRISTIANO:
         La fiesta cristiana, hunde sus raíces en la fiesta judía. Si bien el pueblo de Is­rael ya le había dado un significado religioso, los pri­meros cristianos volverán a darle uno totalmente re­novado. Para descubrirlo, es necesario constatar que en los Evangelios nunca se menciona esta fiesta; sólo aparece en el Libro de los Hechos: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo” (2, 1); “Pablo había resuelto pasar de largo por Éfeso, para no perder tiempo en Asia. Se daba prisa, porque quería estar, si le era posible, el día de Pentecostés en Jerusalén” (20, 16) y en la Primera Carta a los Corintios: “De todos modos, seguiré en Éfeso hasta Pentecostés” (16, 8). En ambos textos, Pentecostés hace referencia a la fiesta judía.

         La fiesta de Pentecostés, de la cosecha o día de la acción de gracias, que se celebraba en tiempos de Je­sús se realizaba siete semanas después de la Pascua; era la fiesta de los primeros frutos: “El día de las primicias, cuando ofrezcáis a Yahvé oblación de frutos nuevos en vuestra fiesta de las Semanas, tendréis reunión sagrada; no haréis ningún trabajo servil” (Nm 28, 26), de la recolección (Ex 23, 16; citado antes) o de las semanas: “Celebrarás la fiesta de las Semanas, al comenzar la siega del trigo, y la fiesta de la Cosecha, al final del año” (Ex 34, 22).

         La fiesta cristiana de Pentecostés se diferencia notablemente de la fiesta judía; sólo coinciden en el nombre. La fiesta cristiana, de hecho, celebra la ve­nida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y el naci­miento de la Iglesia que abre sus puertas a los pue­blos no judíos o paganos. El nombre “Pentecostés” para designar a esta fiesta debió aparecer bastante más tarde, durante los primeros siglos del Cristianismo.

         Para los cristianos, la fiesta de la Pascua se pro­longa durante cincuenta días. A este tiempo lo llama­mos ‘Tiempo Pascual” o “Cincuentena Pascual”, el cual finaliza con la Fiesta de Pentecostés. La importancia de esta fiesta litúrgica es comparable a la de la Pascua.

         Durante la Edad Media (s. VII), algunos teólogos empezaron a relacionar la venida del Espíritu Santo con los siete dones que aparecen en Isaías 11, 2-4a. Desde entonces, la fiesta de Pentecostés es asociada con la efusión de los siete dones del Espíritu Santo.


         A modo de síntesis: El Pentecostés cristiano deja sin efecto el antiguo legalismo hebraico y comienza una nueva Ley, fundamentada en la libertad que da la fuerza del Resucitado, la misma que impulsa el envío misionero de la Iglesia naciente. Por este motivo, la precisión cronológica de saber si fueron exactamente 50 días los que pasaron desde la resurrección de Jesús hasta la efusión del Espíritu sólo tiene un valor simbólico.

         “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto.” (Lucas 24, 49).

         Hablar de Pentecostés, para la tradición cristiana, significa hacer referencia a sus orígenes, es decir, al nacimiento de la Iglesia, considerándolo como un hecho histórico. En efecto, a partir de ese acontecimien­to, el cristianismo inicia su expansión. Esto es posible porque el Espíritu del Resucitado encuentra en la co­munidad de los discípulos un lugar para quedarse y, desde allí, llegar hasta los confines de la tierra.

         En este sentido es importante destacar un para­lelismo entre los dos significados atribuidos a esta fiesta. Si en el Antiguo Testamento Israel celebraba, en la entrega de la Ley, el gesto por el que nacía como Pueblo de Dios, en el Nuevo Testamento, en cambio, la efusión del Espíritu marca el nacimiento del Nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia.

         Sin embargo, a partir de los textos del Nuevo Tes­tamento, surge esta pregunta: ¿Cuándo fue insuflado el Espíritu Santo sobre los discípulos? En efecto, nos encontramos con dos referencias de este aconteci­miento, ubicado en dos momentos diferentes de la vida de los apóstoles:

         - En el Evangelio de San Juan aparece con clari­dad que Jesús Resucitado envió su Espíritu el mis­mo día de Pascua: “. . . sopló sobre ellos y añadió: ‘Reci­ban el Espíritu Santo”’ (Jn 20, 22).

         - En el Libro de los Hechos de los Apóstoles, en cambio, aparece asociada con la fiesta judía de las Semanas o Pentecostés, es decir, cincuenta días después de la Pascua: ‘Todos quedaron llenos del Espíri­tu Santo...” (Hch 2, 4a).

         Estos textos presentan un único acontecimiento ubicado en dos momentos distintos y con intencio­nes distintas: En Pascua se señala el triunfo de Je­sús sobre la muerte, mientras que en Pentecostés se subraya que el mismo Jesús infunde su fuerza sobre los discípulos. Esta diferencia, lejos de ser contradictoria, nos demuestra que el Espíritu está pre­sente, animando la vida constantemente.


         El Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la Sagrada Liturgia, presenta un resumen claro de las consecuencias que la acción misionera del Espíritu tuvo para la primera comunidad cristiana y, después, para la Iglesia: “...el día mismo de Pentecostés, en que la Iglesia se manifestó al mundo, ‘los que recibieron la palabra de Pedro fueron bautizados’. Y ‘con perseverancia escuchaban la enseñanza de los Apóstoles, se reunían en la fracción del pan y en la oración, alabando a Dios, gozando de la estima general del pueblo’ (Hch 2, 41-47). Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio Pascual: leyendo ‘cuanto a él se refiere en toda la Escritura’ (Lc 24, 27), celebrando la Eucaristía en la cual ‘se hace de nuevo presente la victoria y el triunfo de su Muerte’, y dando gracias al mismo tiempo ‘a Dios por el don inefable’ (2Cor 9, 15) en Cristo Jesús, ‘para alabar su gloria’ (Ef 1, 12), por la fuerza del Espíritu Santo” (No 6).

         Esto sin perder de vista lo que Jesús pidió a sus discípulos: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo...” (Mt 28, 19).

         El tiempo transcurrido desde entonces ha hecho que muchas de nuestras prácticas se hayan vuelto rutinarias. Por eso, toda fiesta de Pentecostés debe ser como un nuevo «sacudidón» del Espíritu para que renazcamos a la sencillez y a la alegría de las primeras comunidades y renovemos el compromiso misione­ro de llevar esperanza a nuestro mundo abatido. 

     Permitidme que haga un paréntesis. Creo que aquí es donde se centra la realidad-vitalidad de la Renovación en el Espíritu Santo, nosotros que hemos vivido y vivimos un constante Pentecostés, tenemos la obligación de renovar toda la realidad eclesial, tanto las parroquias, los movimientos; como los sacerdotes y obispos. Siempre he creído que la renovación tiene que a la larga desaparecer cuando toda la Iglesia, todo el mundo sea renovado por el Espíritu. Creo que estamos llamados a hacer soplar el viento del Espíritu, a hacer arder el mundo con el Fuego del Espíritu. A renovar la faz de la tierra y de la Iglesia con la sangre de la Vida eterna que corre por nuestras venas. Somos la única esperanza para un mundo que vive de espaldas a Dios, y esto se aplica por desgracia también a nuestras comunidades parroquiales y a nuestros sacerdotes. Que Pentecostés llegue con poder hoy a todos. Perdonarme este paréntesis en el tema, pero esto siempre me quema por dentro. 

         El día de Pentecostés es comparable a la Pascua, no como una fiesta más, diferente, sino como el “bro­che de oro” de la misma. Tiene una vigilia parecida a la de la Pascua (aunque casi no se celebra en ningún lugar, incluso entre nosotros), pero aparecen otros signos que son tomados de las lecturas bíblicas: el fuego, el viento, la torre de Babel, los huesos secos, el agua y las alas de águila.

         En Pentecostés se pone de relieve la memoria y ac­ción permanente del Espíritu Santo, simbolizado en el relato de Hechos por el viento (símbolo del soplo de Dios) y el fuego, en forma de lenguas (símbolo del anuncio de una misma verdad). Precisamente, los ornamentos litúrgicos que se usan para la celebración de la Misa son de color rojo, para destacar y resaltar la importancia que tiene esta fiesta en la vida y la misión de la Iglesia.

         3.- EL VIENTO Y EL FUEGO DE DIOS.-
    El pueblo semita (judío), como todos los pueblos de Orien­te, encuentra en el lenguaje simbólico el mejor ve­hículo para expresar sus creencias.

         Si bien hay muchos símbolos para representar al Espíritu Santo, centraremos nuestra atención en los dos que aparecen en el relato de los Hechos de los Apóstoles 2, 1-4: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo. De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron todos de Espíritu santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”. El Viento (soplo) y el Fuego. La abun­dante cantidad de citas bíblicas donde aparecen es­tos símbolos nos revela la importancia de los mismos en el Pueblo de Israel.

         El viento: El viento es invisible e imprevisible. En la Anti­güedad se lo consideraba como la respiración de la tierra expresada caprichosamente con el zumbido o el bramido de la tormenta. También era temido por la fuerza destructora que tenía.

         En el Antiguo Testamento, para nombrar al viento se utilizaba la palabra ruah, que también significa: prin­cipio de vida, aliento, respiración. El Espíritu de Dios se relaciona con el “viento”, lo que da lugar a la idea del Espíritu como “aliento de Dios” o “fuerza de Dios”.

         El Soplo de Dios está presente desde el inicio de la Creación: “La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1, 2) y comunica la vida al hombre: “Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2, 7). Este viento se desparrama y penetra, remi­tiéndonos así al accionar de Dios en la historia de su pueblo: “Él me dijo: ‘Profetiza al Espíritu, profetiza, hijo de hombre. Dirás al espíritu: Así dice el Señor Yahvé: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan’” (Ez 37, 9). Un texto sumamente rico en ele­mentos simbólicos es el de la manifestación de Dios a Elías, en la “brisa suave” (1Re 19, 12b). Todos los profetas reciben el Espíritu de Dios junto con su vo­cación. Por eso son considerados “hombres del Espí­ritu”, porque han sido “soplados”, fortalecidos y en­viados a cumplir una misión.

         En el Nuevo Testamento, en su diálogo con Nico­demo, Jesús compara al Espíritu de Dios con el vien­to, que sopla donde quiere y no sabe a dónde va: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn. 3, 8). Dios promete un nuevo soplo del Espíritu: so­plo de creación y de resurrección, que desciende en el día de Pentecostés (Hch 2, 2-4). Como vemos, el viento puede ser soplo de vida que haga crecer o huracán violento que destroza.

         El fuego: Este es un símbolo que, por tener efectos tan radicales e igualmente importantes para la vida del hombre (ilumina y calienta, quema y destruye), a lo largo de la historia de la humanidad, en la mayoría de las culturas, fue incluido dentro del culto y podía ser asociado tanto a lo divino como a lo demoníaco.

    En la simbología del Antiguo Testamento, el fue­go era la imagen que mejor expresaba el ser y la acción de Dios: La zarza ardiente: “Allí se le apareció el ángel de Yahvé en llama de fuego, en medio de una zarza. Moisés vio que la zarza ardía, pero no se consumia” (Ex 3, 2), la colum­na de fuego: “Yahvé marchaba delante de ellos: de día es columna de nube, para guiarlos por el camino, y de noche en columna de fuego, para alumbrarlos, de modo que pudiesen marchar de día y de noche” (Ex 13, 21), el monte cubierto de humo: “Todo el monte Sinaí humeaba, porque Yahvé había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como el de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia” (Ex 19, 18), el resplandor como fuego: “La gloria de Yahvé aparecía a los israelitas como fuego devorador sobre la cumbre del monte” (Ex 24, 17) y muchos otros (cfr. Ez 24, 17; Jr 21, 12; Dt 32, 22; Is 66, 15, etc.).

         En el culto, el fuego se utilizaba para quemar las ofrendas en el altar y el incienso en el incensario: “Los hijos de Aarón lo quemarán sobre el altar encima del holocausto colocado sobre leña que se ha echado al fuego. Será un manjar abrasado de calmante aroma para Yahvé”  (Lv 3, 5), “Tomará después un incensario lleno de brasas tomadas del altar que está ante Yahvé, y dos puñados de incienso aromático en polvo para introducirlo detrás del velo; podrá el incienso sobre el fuego, delante de Yahvé, para que la nube de incienso envuelva el propiciatorio que está encima del Testamento y así él no muera” (Lv 16, l2-13) y  (Lv 1, 7ss;; 6, 9ss;). Para el Pueblo de Israel, Dios se hacía presente en medio de él como un juez que libera y castiga. Justamente, el fuego se convir­tió en expresión de estos aspectos de su actividad.

         En el Nuevo Testamento encontramos el anuncio del bautismo en el Espíritu Santo y con fuego: “Yo os bautizo con agua en señal de conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11); Dios es presentado como fuego devorador: “Pues nuestro Dios es fuego devorador” (Heb 12, 29); Jesús mismo dice que vino a traer fuego a la tierra: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!” (Lc 12, 49), y que vendrá acompañado por un fuego llameante y hará justicia a los que creen y siguen a Dios (2Tes 1, 7-10). Una expresión equiva­lente usada por los judíos es la gehenna, “lugar don­de se quemaba la basura de Jerusalén”, y que en la representación de Jesús “serán arrojados en la gehenna” significaba muerte definitiva (Mc 9, 43-47). En sentido positivo es importante destacar que el fuego iluminador y enardecedor del Espíritu, es, en Pentecostés, dador de Vida.

         En efecto, para los cristianos, el fuego que se enciende en la noche de Pascua simboliza la luz­-vida nueva de Jesús Resucitado que ilumina el ca­mino de su pueblo así como la columna de fuego ilu­minaba y daba calor al Pueblo de Israel durante las noches de la larga travesía por el desierto. La imagen de la venida del Espíritu Santo en forma de len­guas de fuego también puede relacionarse con el na­cimiento de una nueva vida porque, al quemar el pecado, la injusticia, la desigualdad y el odio, e infundir comprensión y coraje para la Misión, está gestando un Pueblo totalmente renovado, nacido, pre­cisamente, del Espíritu.
    

         4.- BAUTISMO-EFUSIÓN EN EL ESPÍRITU.-

         Hoy, vamos a vivir un Nuevo Pentecostés, que trasformará nuestras vidas radicalmente, estoy segurísimo porque el Enemigo nos ha estado rondando a todos últimamente de una forma terrible, pero esta vencido y hoy el Poder del Resucitado se manifestará derramando sobre nosotros el mayor de sus regalos después de su Resurrección, el Espíritu Santo Paráclito. Que haciendo honor a su nombre vendrá sobre nosotros cuando lo invoquemos.

         El día siguiente a Pentecostés de 1975, con motivo de la clau­sura del Congreso mundial de la Renovación Carismática en la Iglesia Católica, el Sumo Pontífice Pablo VI dirigió a los diez mil participantes reunidos en la basílica de san Pedro un discur­so que ha sido hasta ahora, para la Renovación, el documento más importante para saber qué piensa la jerarquía de la Iglesia de ella y qué espera de ella. Cuando terminó de leer el discurso oficial, el Papa añadió estas palabras improvisadas: «En el himno que esta mañana se lee en el breviario, y que se remonta a san Am­brosio, en el siglo IV, tenemos esta frase, difícil de traducir pe­ro muy sencilla: Laeti, que significa con gozo; bibamus, que significa bebamos; sobriam, que significa bien definida y moderada; profusionem Spiritus, es decir, la abundancia del Espíritu “Lae­ti bibamus sobriam profusionem Spiritus”. Podría ser el lema de vuestro movimiento: un programa y un reconocimiento del mo­vimiento mismo».

     Por tanto, la Iglesia, por boca de su pastor supremo, nos ha tra­zado un programa. No podemos suprimir de él ni una sola pala­bra; es más, tenemos que desentrañar todo su contenido; en espe­cial, el contenido de aquella palabra latina que habla de una sobria abundancia del Espíritu.
        
         Creo sinceramente que ha llegado la hora que toda la Iglesia Católica viva y beba el gozoso y abundante derramamiento del Espíritu Santo, es decir que reinflamé en su alma la llama que recibió el día de su Bautismo; pero que en la mayoría está casi apagada o con muy poca luz. Es necesario que nos emborrachemos con la sobria abundancia del Espíritu.

         Ha llegado al momento de renovar la gracia del Bautismo y la Confirmación de una forma más consciente en nuestras vidas y así dejar que sea a partir de ahora el Espíritu Santo quien dirija toda nuestra vida. Comienza aquí una nueva relación con Dios Uno y Trino. Una maravillosa aventura que llegará a su culmen el día gozoso del Encuentro Triunfal con Cristo Resucitado en nuestra propia Resurrección.

         En este tema previo a la Liturgia de la Efusión o del Bautismo en el Espíritu quiero daros algunos elementos para que podáis entender mejor lo que va a suceder a partir de ahora, así como para los que ya recibimos la Efusión hace años (como yo que la recibí hace 33 años), este tema sirva de refresco e invitación a abrirnos nuevamente a esta gracia, que se puede recibir y se debe recibir muchas veces a lo largo de la vida, para que el Espíritu Santo nos vaya identificando, trasformando y santificando cada vez más hasta que lleguemos a ser lo que el Padre espera de nosotros; Nuevos Cristos. Imagen y Semejanza perfecta de Jesús Resucitado en este mundo.

         A) LA EFUSIÓN DEL ESPÍRITU: 

      “La Renovación en el Espíritu se caracteriza por una experiencia espiritual cuyos rasgos específicos son fácilmente reconocibles a tra­vés de una extensa variedad de personas y de circunstancias.

      Esta experiencia adviene ordina­riamente a partir del deseo y de la oración del sujeto y de la interce­sión del grupo, a menudo con el ri­to informal de la imposición de manos. Implica una doble perspec­tiva:

      —una transformación íntima a la que se designa como “Bautismo en el Espíritu” o “Efusión del Es­píritu”

      —una actividad significativa: los carismas, o, en otras palabras, el ejercicio de los dones del Espíritu al servicio de la Iglesia” (RENE LAURENTIN, Pentecostalismo Católico, PPC, Madrid 1975, p. 55).


    La expresión “Bautismo del Es­píritu” se puede prestar a confu­sión, por lo que se prefiere decir “Efusión del Espíritu”. Otros ha­blan de “liberación del Espíritu”: liberar en nosotros los dones que ya habíamos recibido, principalmente en los sacramentos de la ini­ciación cristiana.

      “La Efusión del Espíritu lleva consigo ordinariamente una impre­sión viva, a menudo emotiva, a ve­ces hasta las lágrimas. Pero lo esen­cial no está ahí. Son numerosos los que subrayan la calma y la paz que implica esta experiencia. El elemento emotivo no es aquí más que el epifenómeno de una trans­formación profunda. Lo que irra­dia es un sentido nuevo de la pre­sencia de Dios, más allá incluso de la conciencia clara. Desaparecen las inhibiciones; se liberan ener­gías; se restaura una sinergia; se su­peran disociaciones. En esta línea es como tendremos que compren­der el sorprendente resurgimiento del “carisma de curación”: recupe­ración del equilibrio psicológico y físico, gracias a la nueva integra­ción personal y comunitaria del ser, pero por la intervención de Dios y para Dios” (Ibidem, p. 59).

      Externamente consiste en la oración que un grupo de herma­nos, o más bien toda la comunidad cristiana, eleva a Jesús glorificado para que derrame su Espíritu de una manera nueva y en mayor abundancia sobre la persona por la que se ora imponiéndole las ma­nos. Se pide al Señor que realice en nosotros de nuevo lo mismo que hizo con sus Apóstoles, reuni­dos con María su Madre, y con los mismos efectos, es decir, que de­rrame de nuevo en nosotros “la fuerza del Espíritu Santo” (Hch 1, 8) para ser verdaderamente sus testigos.

         La imposición de manos ni es un gesto mágico ni un gesto sacra­mental. Es un gesto de comunión con el hermano, un signo de amor, una expresión de que toda la co­munidad ora por él (sobre esto hablaremos más extensamente más adelante).

      La Efusión del Espíritu es una gracia particular que nos hace to­mar conciencia de una realidad que habíamos perdido de vista: el Espíritu Santo; “es la correspon­diente aceptación personal de aquello que nos fue prometido y concedido sacramentalmente por Dios en el Bautismo y en la Con­firmación. Por consiguiente, la renovación del bautismo del Espíri­tu es, respectivamente, la renova­ción del Espíritu” (H. MUHLEN).

      Para la Iglesia primitiva la expe­riencia del Espíritu era algo muy importante. Para el cristiano de hoy la conciencia y sobre todo la vivencia de su presencia y acción ha de ser algo decisivo.

    No siendo ni el sacramento del Bautismo ni el de la Confirmación, el Bautismo en el Espíritu Santo es una efusión más, una nueva efu­sión del Espíritu.

      La Efusión del Espíritu no cu­bre todas las riquezas de la Reno­vación. Para los Apóstoles fue el principio de una nueva vida, para nosotros es como la puerta de en­trada en esta renovación, el punto de partida, el comienzo de un nuevo caminar en el Espíritu.

    En cada persona actúa de acuer­do con su idiosincrasia, su carác­ter, su historia, su apertura al don de Dios. En unos puede ser una verdadera conversión y un encuen­tro personal con Jesús, en otros una renovación de la vida cristiana que estaban viviendo lánguidamen­te, y en otros puede ser llegar a cierta plenitud del Espíritu.

         B) ¿CUALES SON LOS EFECTOS MÁS PERCEPTIBLES?:

         1) Jesucristo, don por excelencia, se convierte en el centro de la vida al que se proclama como el Señor.

      2) La Palabra de Dios se convierte en palabra viva que el Espíritu nos hace gustar y comprender.

      3) Los, que por el Espíritu descubren a Jesús en una relación vital des­cubren también que son hermanos en Cristo y sienten la necesidad de amarse y vivir la comunión fraterna, como don manifiesto del Espíritu.

      4) Libertad espiritual: la Renovación no es emoción sentimental ni evasión de las realidades de la vida, sino fuerza para romper con todo aquello que se oponga al Espíritu del Señor.

      5) Manifestación y crecimiento de los frutos del Espíritu, principal­mente del amor, la alegría, la paz, la mansedumbre.

      6) Redescubrimiento de la Iglesia: el Espíritu; que es el alma de la Igle­sia, no divide sino que nos hace sentir miembros vivos de una Iglesia, institucional y carismática a la vez.

      7) Redescubrimiento de María como la que recibió la plenitud del Es­píritu y escuchó en su corazón su voz y, presente en el Cenáculo con los Apóstoles, asistió al nacimiento de la Iglesia.

            8) Un camino nuevo para el Ecumenismo, pues se trata de un fenóme­no de renovación que se está dando en todas las Iglesias cristianas y hasta en los mismos judíos. La experiencia común es camino de encuentro, co­mo se ve en los numerosos grupos ecuménicos que surgen.

 
            C) PUNTOS PRACTICOS SOBRE EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU:

         El Bautismo en el Espíritu es como la puerta de entrada en la Renovación Carismática y al mismo tiempo el punto de partida de un proce­so de conversión y transformación para seguir después caminando en la vida del Espíritu dentro de un grupo o comunidad.

       No es, por tanto, un suceso aislado.

       Para todo el que aspira a esta gracia no plantea más que una pregunta: ¿estoy ver­daderamente dispuesto a abrirme a la gracia del Espíritu Santo? Esta Pregunta puede ser una interpelación para toda una comunidad o para la Iglesia entera.

           El Bautismo en el Espíritu no es una expe­riencia nueva. Tratándose de una efusión del Espíritu del Señor sobre el cristiano, es algo que siempre ha ocurrido a lo largo de la his­toria, principalmente en la vida de los santos, coincidiendo con su primera o segunda con­versión. Por la descripción de esta experiencia que algunos han dejado en sus escritos, ve­mos que para ellos fue la base de una vida de oración y testimonio.

       Para algunos fue como una sorpresa que un día les vino del cielo, para otros fue la res­puesta de la gracia a sus ardientes deseos de darse al Señor. Para nosotros hoy día es una gracia que tenemos a nuestro alcance. ¿Qué es lo que se requiere de nuestra parte?

         D) UNA DISPOSICION MUY CONCRETA:

       Cuando un cristiano se decide a abrirse to­talmente a la acción del Señor, a ponerse en las manos del Padre, ya se están dando en el las disposiciones adecuadas y en cierta ma­nera ha empezado a operarse ya la efusión del Espíritu.

      Quizás el rasgo más claro y determinante sea un ardiente deseo de Dios. Cierto que esto ya supone una verdadera conversión. Pero si se busca el bautismo en el Espíritu sin un deseo más o menos consciente de Dios, es muy poco lo que se puede esperar: “Si conocieras el don de Dios... tú le habrías pedido a Él, y Él te habría dado agua viva...” (Jn 4, 10).

       Cuando el alma busca a Dios como busca la cierva las corrientes de agua, cuando «tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42, 3) y responde con fe a la invitación del Señor «si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí» (Jn 7, 37), entonces experi­menta los «ríos de agua viva».

Supuesto esto, hay que encarecer a los que desean recibir el bautismo en el Espíritu unas actitudes que siempre serán la base de la vida cristiana:

a) Arrepentimiento: Ya en sí es don de Dios, una gracia del Espíritu, «os daré un corazón nuevo.., un espíritu nuevo... » (Ez 36, 25-27; 11, 19-20) y por tanto no hay que darlo fácilmente por supuesto, pues o falta o no es lo suficientemente completo y en mu­chos casos no es fácil llegar a él si no es con la oración sincera. Esta es la clave de muchos fallos de la vida cristiana y de la oración, el fundamento de la conversión y de la liberación interior.

       b) Alma de niño y de pobre: sentirse po­bre ante Dios y ante los hermanos, desem­barazado de la propia autosuficiencia, como un mendigo, como pecador perdonado; sólo en­tonces es posible recibir el reino de Dios como niño y entrar en él (Mc 10, 15).

       c) Actitud de fe, confianza y abandono en el Señor: la mayoría de los cristianos lo que tienen es un temor reverencial de Dios y una idea muy legalista de la justicia de Dios, pero no tienen experiencia de la misericordia y el amor de Dios para con ellos o tan sólo un concepto vago y difuso, insuficiente para iluminar su fe.

       La Palabra de Dios nos dice tanto de la ternura de Dios para los que en Él confían, de la eterna misericordia de Dios, que parece inexplicable que tantos cristianos no lleguen q una actitud de confianza y abandono en el Amor que el Señor nos tiene del que «ni la muerte ni la vida.., ni otra criatura alguna podrá separarnos» (Rom 8, 38-39).

         E) QUE OCURRE DESPUÉS: 

         Cuando el Espíritu del Señor se derrama abundantemente sobre un grupo de creyentes, la consecuencia inmediata y un indicio de su presencia en el grupo es que todos se con­vierten en expresión clara del Cuerpo de Cristo, es decir, cada miembro descubre su identidad porque despierta a la comunidad: empieza a funcionar como miembro vivo del Cuerpo de Cristo. Aquellos que han estado viviendo un cristianismo individualista tarda­rán más en integrarse en la comunidad. Para esto necesitan liberación.

       Para algunos el bautismo en el Espíritu es un impacto decisivo y es experimentar las palabras de Jesús: “recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos...” (Hch 1, 8). Incluso sacerdotes y religiosos han confesado ser la experiencia religiosa más importante de su vida.

       Que no se trata de un hecho de sugestión o de emoción lo demuestra el cambio decisi­vo y sus efectos que perduran años a pesar de las dificultades por las que se pasará des­pués. La sugestión no cambia internamente a la persona, ni conduce hacia una mayor liber­tad, paz y amor profundos.

                Las personas menos estructuradas mental­mente y más simples son las que más fácil­mente sentirán la necesidad de orar en len­guas y durante largo tiempo. Hacerlo ahora, sí, pero en los días sucesivos no caer en la tentación de aferrarse al don de la oración buscado por sí mismo o al intento de sus­citar nuevamente aquel fruto sensible.

       Habré otras personas que dirán no haber experimentado nada en la efusión del Espí­ritu. La explicación de esto puede ser muy diversa, dejando siempre a salvo los caminos incomprensibles de Dios y su modo de actuar en nosotros de una forma imperceptible. Hay que mantenerse en la fe de que el Señor cumple siempre su palabra y esperar. En es­tos casos casi siempre se inicia una transformación lenta y progresiva que quizá no se interrumpa más.

       Al Bautismo en el Espíritu siguen días o meses de una gran facilidad espiritual, de gozo, paz y amor, de sentir una gran necesi­dad y gozo por la oración a la que uno se da sin el menor esfuerzo. Incluso se puede lle­gar a momentos de oración infusa o con­templación, en un alternar la vida purgativa con la iluminativa, fenómeno poco común para los tratadistas espirituales pero frecuen­te en la R.C.

       Esta «luna de miel» espiritual puede durar más o menos según la situación espiritual de cada uno, pero han de venir días de desierto, de aridez y tentación. Jesús fue tentado en el desierto después de su Bautismo en el que hubo una manifestación tan profunda de la presencia del Espíritu.
       No importan las dificultades e incluso los retrocesos momentáneos con tal que la re­sultante final sea de progreso. El Señor será el que más haga por nuestra renovación y transformación.

         F) AMOR FRATERNO, ORACIÓN E IMPOSICIÓN DE MANOS:

 
         El Padre Raniero Cantalamessa, franciscano capuchino y predicador de la casa pontificia; nos dice en su libro: “La Sobria Embriaguez del Espíritu” en sus pp. 47-50, lo que cito a continuación, lo leeré para no dejarme nada:

     “En la efusión, hay una parte secreta, misteriosa, de Dios, que es distinta para cada uno, porque sólo él nos conoce en lo más ín­timo y puede actuar valorizando nuestra personalidad inconfundi­ble; y hay una parte manifiesta, de la comunidad, que es igual pa­ra todos y que constituye una especie de signo, con una cierta analogía respecto a lo que son los signos en los sacramentos. La parte visible, o de la comunidad, consiste sobre todo en tres co­sas: amor fraterno, imposición de manos y oración. Son elemen­tos no sacramentales, pero sí bíblicos y eclesiales.

     La imposición de manos puede tener dos significados: uno, de invocación, otro, de consagración. Observamos, por ejemplo, que estas dos clases de imposición de manos están presentes en la mi­sa; hay una imposición de manos invocatoria (al menos para no­sotros, los latinos), que es la que el sacerdote hace sobre las ofren­das en el momento de la “epíclesis”, cuando reza diciendo: “Que el Espíritu Santo santifique estos dones para que se conviertan en el cuerpo y la sangre de Jesucristo”; y hay una imposición de ma­nos consagratoria, que es la que hacen los concelebrantes sobre las ofrendas en el momento de la consagración. En el mismo rito de la confirmación, tal y como se desarrolla actualmente, hay dos im­posiciones de manos: una previa, de carácter invocatorio, y otra consagratoria, que acompaña el gesto de la unción crismal sobre la frente, con la que se realiza el sacramento en sí.

     En la efusión del Espíritu, la imposición de manos tiene un ca­rácter únicamente invocatorio (en la línea de lo que encontramos en Gn 48, 14; Lv 9, 22; Mc 10, 13-16; Mt 19, 13-15). Tiene tam­bién un valor altamente simbólico: evoca la imagen del Espíritu Santo que cubre con su sombra (cfr. Lc 1, 35); recuerda también al espíritu de Dios que “aleteaba” sobre las aguas (cfr. Gn 1 2). En el original, el término que traducimos por “aletear” significa “cubrir con sus alas”, o “incubar, como hace la gallina con sus pollitos”. Este simbolismo del gesto de la imposición de manos es aclarado por Tertuliano cuando habla de la imposición de ma­nos sobre los bautizados: “La carne es encubierta por la imposi­ción de manos, a fin de que el alma quede iluminada por el Es­píritu” (Sobre la resurrección de los muertos, 8, 3). Hay una paradoja, como en todas las cosas de Dios: la imposición de ma­nos ilumina encubriendo, como la nube a la que seguía el pueblo elegido durante el Éxodo y como la que cubrió a los discípulos en el Tabor (cfr. Mt 17, 5).

     Los otros dos elementos son, como hemos dicho, la oración y el amor fraterno; podríamos decir: el amor fraterno que se expre­sa en oración. El amor fraterno es signo y vehículo del Espíritu Santo. Este, que es el Amor, encuentra en el amor fraterno su ambiente natural, su signo por excelencia (se puede también decir de él lo que se dice del signo sacramental, si bien en un sentido dis­tinto: “significando causa”). Nunca se insistirá lo bastante en la importancia de un clima de verdadero amor alrededor del herma­no que ha de recibir la efusión.

     También la oración está estrechamente relacionada, en el Nue­vo Testamento, con la efusión del Espíritu Santo. Del bautismo de Jesús se dice que: “mientras oraba se abrió el cielo, y el Espíritu Santo bajó sobre él” (cfr. Lc 3, 21). Se diría que fue la oración de Jesús la que hizo abrirse los cielos y descender sobre él el Espí­ritu Santo. También la efusión de Pentecostés se produjo así: mien­tras todos perseveraban unánimes en la oración, vino del cielo un ruido, semejante a un viento impetuoso, y aparecieron lenguas co­mo de fuego (cfr. Hech 1, 14; 2, lss). Por lo demás, el propio Jesús había dicho: “Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Pa­ráclito” (Jn 14, 16); cada vez, la efusión del Espíritu es relacionada con la oración.

     Todos estos signos —la imposición de manos, la oración y el amor fraterno— nos hablan de sencillez; son unos instrumentos simples. Precisamente en esto llevan la marca de las acciones de Dios: “No hay nada —escribe Tertuliano a propósito del bautismo— que deje tan atónitas las mentes de los hombres como la sencillez de las ac­ciones divinas que se realizan y la magnificencia de los efectos que se consiguen... Las propiedades de Dios son: sencillez y poder” (Sobre el bautismo, 2, lss). Todo lo contrario de lo que hace el mun­do: en el mundo, cuanto más grandes son los objetivos a conse­guir, más complicado es el despliegue de medios; y cuando se quiere llegar a la luna, éste se vuelve gigantesco.

     Si la sencillez es la marca de la actuación divina, hay que pre­servarla absolutamente a la hora de conferir la efusión del Espí­ritu. Por eso la sencillez tiene que resplandecer en todo: en la ora­ción y en los gestos; nada de cosas teatrales, de gestos exagerados, multiloquio”, etc. La Biblia destaca, a propósito del sacrificio del Carmelo, el estridente contraste entre la actuación de los sacerdotes de Baal que gritan, danzan como obsesos y se hacen cortes hasta hacer correr la sangre, y la actuación de Elías que, en cam­bio, reza sencillamente así: “Señor Dios de Abrahán, de Isaac y de Israel... respóndeme, para que sepa este pueblo que tú eres el Señor Dios, el que hará volver el corazón de tu pueblo hacía ti” (1Re 18, 36-37).

     El fuego del Señor bajó sobre el sacrificio de Elías y no sobre el de los sacerdotes de Baal (cfr. 1Re 18, 25-38). El propio Elí­as, más adelante, experimentó que Dios no estaba en el viento im­petuoso, no estaba en el terremoto, no estaba en el fuego, sino en un ligero susurro (cfr. 1Re 19, 11-12).

     ¿De dónde viene la gracia que se experimenta en la efusión? ¿De los presentes? ¡No! ¿De la persona que la recibe? ¡Tampoco! ¡Viene de Dios! No tiene sentido preguntarse si viene de dentro o de fuera: Dios está dentro y fuera. Lo único que podemos decir es que dicha gracia tiene que ver con el bautismo, porque Dios ac­túa siempre con coherencia y fidelidad, no hace y deshace. Él hace honor al compromiso y a la institución de Cristo. Una cosa es cierta: no son los hermanos los que confieren el Espíritu Santo; ellos no dan el Espíritu Santo al hermano, sino invocan el Espíri­tu Santo sobre el hermano. El Espíritu no puede ser dado por nin­gún hombre, ni siquiera por el Papa o por el obispo, ya que nin­gún hombre posee en propiedad el Espíritu Santo. Sólo Jesús puede dar propiamente el Espíritu Santo; los demás no poseen el Espí­ritu Santo, más bien son poseídos por él.

     Respecto al modo de esta gracia, podemos hablar de una nue­va venida del Espíritu Santo, de una nueva misión por parte del Padre a través de Jesucristo o de una nueva unción correspon­diente al nuevo grado de gracia. En este sentido, la efusión no es un sacramento, pero sí un acontecimiento; un acontecimiento espiritual: ésta podría ser la definición que más se acerca a la rea­lidad. Un acontecimiento, es decir, algo que se produce, que deja huella, que crea una novedad en una vida; pero un acontecimien­to espiritual (no histórico): espiritual porque se produce en el es­píritu, o sea, en el interior del hombre, y los demás pueden muy bien no percatarse de nada; espiritual, sobre todo, porque es obra del Espíritu Santo.

     Concluyo esta enseñanza con un hermoso texto del apóstol Pa­blo, que habla precisamente de la revivificación del don de Dios. Vamos a escucharlo como una invitación dirigida a cada uno de nosotros: “Te aconsejo que reavives el don de Dios que te fue con­ferido cuando te impuse las manos. Porque Dios no nos ha dado un espíritu de temor sino de fortaleza, de amor y de ponderación” (2Tim 1,  6-7).

Mn. Alberto Jiménez Moral, Rector 

Encuentro de Alabanza, Crecimiento y Fraternidad

Parròquia Sant Joan Baptista de Montgat, 20 de mayo del 2012