LA PROMESA DEL PADRE:
EL VIENTO Y EL FUEGO DE
DIOS
Decía, en un retiro de enero del 2004, hablando sobre el Amor Enamorado:
“El último suspiro de Jesús es el preludió de la Efusión del Espíritu.
Ya en muchas ocasiones había hablado con los Apóstoles de la necesidad de su
muerte para que pudieran recibir el Espíritu Santo.
Desde entonces el Espíritu Santo que es
Amor, habita en nuestros corazones y lo hará hasta el final de los tiempos;
ya no es el Padre que pasea en dialogo con el hombre, ya no es el Hijo del
Hombre que comparte nuestra vida y nos muestra el camino para volver a ese
dialogo de Amor Enamorado. Cuando el Padre y el Hijo en sus diálogos de Amor
planean el Sacrificio Salvador, ya comienza a preparar la última etapa de su
estrategia para enamorar al hombre. Solo puede enamorarlo desde dentro, desde
sus mismas entrañas, quemándolo por dentro, habitando dentro del hombre al
mismo tiempo que lo alimenta con Su Propia Sangre y Su Propio Cuerpo. Jesús
continúa realizando su Sacrificio Redentor en la Eucaristía. La eucaristía que
como expresión del Amor Enamorado entra a nosotros para convertirnos a nosotros
en El.
Solo
es con el Poder del Espíritu Santo como Dios puede completar su plan de Amor
con los hombres. Por eso el mismo día de la Resurrección Jesús entrego su Espíritu que es el Espíritu Santo,
que es el Espíritu del Amor, que es Dios mismo que nos fecunda desde dentro y
nos enamora: “Dicho esto, soplo y les
dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22).
Esta
plenitud de Amor de Dios para con nosotros llega a su explosión máxima en
Pentecostés. Que se vuelve borrachera para aquellos que los reciben, la
borrachera de Amor Enamorado, que incluso al exterior parece una borrachera de
vino: “… decían riéndose: ‘¡Están llenos
de mosto!’” (Hch 2, 13). Todo se vuelve fuego, retumba el lugar, se siente
el viento, ese Ruah de Dios de Principio de los tiempos, cuando solo existía el
caos y solo era Dios la Única Verdad (Gn 1, 1): “De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de
viento, que lleno toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron
unas lenguas como de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron
todos del Espíritu Santo… Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se
llenó de estupor,…” (Hch 2, 2-4a. 6).
Desaparece
el Caos de humanidad separada de Dios, y ante los ojos atónitos de todos los
que estaban en Jerusalén aquellos días, hay una nueva creación, una creación en
el corazón y el ama de los hombres. Dios ya no está en el Jardín del Edén
dialogando con los hombres, Dios ya no está caminando por los caminos
polvorientos del mundo; Dios está en el Hombre, ¡¡¡para siempre!!! Y desde el fondo de su propia conciencia, habla
de Amor Enamorado y recupera el tiempo perdido por el hombre, que antes de esto
solo se oía a sí mismo, pero que desde Pentecostés, desde el Pentecostés
personal oye la voz de Dios en su interior y puede hablar de tú a tú con el
Amor Enamorado: “El amor de Dios se ha
derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido
dado” (Rom 5, 5). Ya el hombre no se tiene que ocultar como en el Jardín
del Edén, ya el hombre no se tiene que ocultar cuando habla con Dios a los
hermanos, como lo hacía nuestro Moisés el gran amigo de Dios. Solo este amor se
puede perpetuar hasta la eternidad y al mismo tiempo se puede compartir con los
Dones, Carismas y Frutos del Espíritu Santo.
Llegará
el día en que todo desaparecerá, pero el Amor Enamorado no desaparecerá jamás,
ni en Dios, ni en nosotros: “La Caridad
no acaba nunca” (1Cor 13, 8); porque nosotros lo seremos todo en Dios y
Dios en nosotros. Todo volverá a su origen, al origen de donde salió, al Amor
Enamorado de Dios. Y “Entonces conoceré
como soy conocido” (1Cor 13, 12c).
Todo
se consumirá en el Amor Enamorado, yo solo seré Amor Enamorado, todo Amor
Enamorado. Dialogo permanente de amor, gozo y placer en Dios.
Pero
mientras que todo esto suceda estamos en la etapa, por la Infinita Gracia de
Dios de Sentir en nuestras vidas ese Amor Enamorado de una forma imperfecta,
pero con la presencia del Señor Espíritu Santo en nuestra vida, podemos sentir
el Poder del Amor Enamorado y transmitirlo a los hermanos con los dones,
carismas y frutos”.
Sólo el
Espíritu Santo nos hace ver al Señor Jesús y al Padre celestial en lo íntimo de
nuestro corazón y en lo íntimo de la creación. Yo soy testigo, desde que el
Señor me concedió la gracia de un nuevo Pentecostés hace 33 años; por eso puedo
decir con el Apóstol: “Os escribimos acerca de lo que ya existía desde el
principio, de lo que hemos oído y de lo que hemos visto con nuestros propios
ojos. Pues lo hemos visto y lo hemos tocado con nuestras manos. (1Jn 1, 1).
Hoy el Señor quiere regalarte a ti esta misma gracia, que recibí yo y muchos de
los que estamos aquí; como también un día recibieron los Apóstoles en
cumplimento de la promesa hecha por Jesús; en Pentecostés:
Yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi
Padre. Permanezcan en Jerusalén hasta que sean revestidos de la Fuerza de lo
Alto (Lc 24, 49).
Serán bautizados en el Espíritu Santo
dentro de pocos días (Hch 1, 5).
Recibirán la Fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ustedes y serán mis testigos en Jerusalén, Judea, Samaria, y hasta los confines de la tierra (Hch 1, 8).
El Bautismo en el Espíritu Santo que recibieron los Apóstoles
fue tan abundante y definitivo que cambió su vida de tal manera, que quienes
los habían conocido antes, se pudieron dar cuenta que siendo las mismas
personas, se habían transformado radicalmente. Su rostro estaba lleno de
alegría, mientras que su mirada reflejaba la esperanza y la paz de los hijos de
Dios.
Los
habitantes de Jerusalén deseaban compartir la misma experiencia. Por eso, les preguntaron:
¿Podemos también nosotros tener la experiencia de la fuerza de lo Alto? ¿Qué
debemos hacer para vivir como ustedes viven? ¿Cómo podemos nosotros vivir la
vida de Jesús que se refleja en ustedes?: (Hch 2, 37).
La
respuesta de Pedro fue muy sencilla y clara: Conviértanse, y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el Nombre
de Jesús para el perdón de los pecados; y recibirán el Don del Espíritu Santo,
pues la Promesa es para ustedes, sus hijos y todos los que están lejos, para
cuantos llame el Señor Dios nuestro: (Hch 2, 38-39).
La
Promesa, el Espíritu Santo, es para todos y cada uno de nosotros. El Espíritu
Santo lo prometió Jesús para cada uno de nosotros, para ti y para mí.
De muchas y variadas maneras Jesús había hablado del Espíritu Santo que habrían de recibir los que creyeran en él.
Ahora quiero hablarte desde la experiencia de una santa, una de las grandes mujeres de la Iglesia, Santa Gertrudis, llamada la Grande. (1256-1301). A los cinco años entro en el monasterio cisterciense de Helfta, en el que se entregó con ardor al estudio, dedicándose principalmente a la filosofía y a la literatura. Pero no es, hasta el filo de sus treinta años, el 27 de enero de 1281 que comienza en su vida una nueva etapa de altísima elevación espiritual; un estado de unión habitual con Dios, en la oración y la contemplación, que dura hasta el fin de su vida, el 17 de noviembre. Su fiesta se celebra el 16 de noviembre. Esta santa puede ayudarte hoy, a abrirte a la Gracia de recibir la Efusión del Espíritu Santo.
De muchas y variadas maneras Jesús había hablado del Espíritu Santo que habrían de recibir los que creyeran en él.
Ahora quiero hablarte desde la experiencia de una santa, una de las grandes mujeres de la Iglesia, Santa Gertrudis, llamada la Grande. (1256-1301). A los cinco años entro en el monasterio cisterciense de Helfta, en el que se entregó con ardor al estudio, dedicándose principalmente a la filosofía y a la literatura. Pero no es, hasta el filo de sus treinta años, el 27 de enero de 1281 que comienza en su vida una nueva etapa de altísima elevación espiritual; un estado de unión habitual con Dios, en la oración y la contemplación, que dura hasta el fin de su vida, el 17 de noviembre. Su fiesta se celebra el 16 de noviembre. Esta santa puede ayudarte hoy, a abrirte a la Gracia de recibir la Efusión del Espíritu Santo.
En los días de preparación para recibir al
Espíritu Santo, fue aleccionada por el propio Jesús sobre el modo como debía
acoger al Divino Huésped, adornando su alma con cuatro virtudes: pureza de
corazón, humildad, recogimiento y unión.
Si quieres, recibir hoy, al Espíritu Santo
de una forma más viva que el día de tu bautismo y nueva, debes tenerte por
pequeño, pobre, pecador, débil y desvalido, desnudo y despojado de todo; debes
considerarte ciego, sordo y enfermo. Hasta cierto punto, el Espíritu Santo nos
otorga su amor y su gracia en la medida que nosotros nos despreciamos y
humillamos. No se fija en la magnitud ni el número de tus buenas obras: lo
único que quiere encontrar en ti es tu miseria. “El Señor se fija en el
humilde, y al soberbio lo trata a distancia” (Sal 138 (137), 6). Y así nos lo dice el libro de los Proverbios:
“El que sea pequeño venga a mí” (Pv
). No dice: el que sea virtuoso, mortificado, el que ha progresado en la
vida espiritual... sino simplemente: “el que sea pequeño, humilde, el que esté
convencido de su propia nada”. De ellos quiere ser padre, para tomarlos en sus
brazos, nutrirlos y protegerlos. Si tu eres así, hoy vas a ver al Señor en lo
íntimo de tu corazón. Y vas a recibir una nueva fuerza, una nueva vida, un
nuevo Pentecostés.
Santa Gertrudis hacia esta oración cada día
para recibir la gracia del Espíritu Santo y ahora nosotros antes de continuar
también podemos hacerla:
Ven, Espíritu Santo. Ven, Dios de Amor, y llena mi alma, tan vacía
de todo bien. Inflama mi corazón para amarte. Ilumina mi mente para conocerte.
Atráeme, para que encuentre mi alegría en ti. Hazme capaz de gozarte
eternamente. Amén.
1.- ¿QUIÉN ERES TÚ, OH GRAN DESCONOCIDO? LA PERSONA Y
SUS DONES.-
Un día, en el 2001, estando en una
peregrinación en Fátima; en la explanada, iba caminando, con un joven y me
dijo:
-
¿Puedo pregúntale una cosa?
-
Le dije: ¿Si yo sé contestártela?
-
¿Qué es eso del Espíritu Santo, de lo que tanto
hablan? Yo sé quien es Jesús y Dios, pero ¿el Espíritu Santo?
¿Os
imagináis mi sorpresa ante esta pregunta? Pues para que veáis; dentro de la
iglesia todavía hay personas que no conocen al Espíritu Santo y puede ser que
vosotros no conozcáis muy bien al que yo llamo en muchas ocasiones, el patito feo de la Santísima Trinidad.
Pero recordar el cuento del patito feo, al final se convirtió en el más
maravilloso de los cisnes. Pues ese es el Espíritu Santo, la manifestación más
maravillosa y bella de Dios Trino y Uno.
El Espíritu es ese río desbordante en el cual nos
bañamos y bautizamos. Mejor, es fuente de agua viva, que bebemos. Y aún mejor,
es surtidor abierto en nuestras mismas entrañas.
Este Espíritu
llena de dones, frutos y carismas a cada creyente y a toda la Iglesia. Esto
crea una gran “diversidad” y riqueza de manifestaciones, pero todas concertadas
armoniosamente por el Espíritu vivificante. Nada más contrario al Espíritu que
la rivalidad, la división, los particularismos. El Espíritu es desequilibrio
aglutinante, movimiento ecuménico; es respeto, aplauso, acogida; es
común-unión.
Pero el
Espíritu es también creatividad y originalidad, abundancia de gracias, carismas
y ministerios; nunca se repite. Es explosión de vida, juventud perenne,
sorpresa cotidiana.
Necesitamos el
Espíritu para todo, es el alma de la Iglesia. Necesitamos el Espíritu incluso
para decir Jesús, el acto de fe más sencillo: “Jesús es Señor” (1Co 12,
3). Él siempre nos lo está repitiendo por dentro y por lo bajo: “Jesús, Jesús,
Jesús...”
Pero el Espíritu Santo, es:
El aliento de
Jesús, la vida más intima de Jesús. Es aliento creador, vivificante. Es fuerza
renovadora. Y es santo, combate el mal, expulsa los demonios, perdona los
pecados.
El día de la
Pascua (Jn 20, 19-23), Jesús quiso ofrecer a sus discípulos el mejor de sus
regalos. Les dio la paz, les llenó de alegría, renovó su amistad. Pero quería
algo más. Y fue cuando “exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: recibid el
Espíritu Santo”. Les daba algo de sí mismo, el aliento de su vida, el
impulso de su acción, toda su fuerza interior.
Es un Espíritu
Santo que les enseñará a orar y a amar. Él es oración viva y amor vivo. ¡Oh gran don de Dios! Sin él, qué poca
cosa seríamos, qué pobreza, qué vacío, qué pecado, qué muerte. Que el Señor
Jesús siga alentando sobre nosotros, sobre su santa Iglesia, sobre el mundo
entero. Y de una forma nueva, hoy exhale su aliento sobre ti y sobre mí.
Los discípulos,
una vez que recibieron el oxígeno de Jesús, ya fueron capaces de continuar su
misión salvadora: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”
(Jn 20, 21). Una misión de vida.
Al Espíritu Santo no lo podemos definir,
diríamos que no se deja definir. Nuestras definiciones son demasiado estrechas.
No es por defecto de personalidad, como si el Espíritu fuera algo nebuloso y
difuso, sino por exceso de personalidad. Él nos desborda, como sucede con todo
lo referente a Dios.
La personalidad del Espíritu es tan
fuerte, que no sólo es persona, sino que es el que personaliza a los demás,
empezando por el Padre y el Hijo. La persona, sabemos, se construye por la
relación solidaria y amorosa, lo que no es posible sin este Espíritu de Amor.
La persona es apertura al otro; se hace en tanto que se relaciona; y ésa es
precisamente la misión del Espíritu: abrir él yo hacia él tú, abrir el Padre
hacia el Hijo y el Hijo hacia el Padre, romper la individualidad para crear la
comunión. Así el Espíritu es el gran personalizador, el camino obligado para
ser y para crecer como persona.
Pero nos faltan conceptos y paradigmas
apropiados para hablar del Espíritu. Su origen nos es enteramente desconocido,
pero que no se da entre nosotros un análogo que nos ayude. Cuando hablamos del
Padre y del Hijo entendemos algo de lo que es la paternidad y la filiación;
pero cuando hablamos del Espíritu nos perdemos: “Mi corazón te sueña, no te
conoce”.
Por eso, para decir algo del Espíritu,
necesitamos de los símbolos, que nos abren otras perspectivas. Decimos, por
ejemplo, del Espíritu que es:
§
Aliento
de vida:
apoyándonos en la etimología de la palabra en hebreo (ruahk) y en griego
(pneuma). Aliento de Dios, expresión de su vida más íntima; el aliento con el
Dios respira. Aliento del Padre que crea la vida, Espíritu vivificante. Aliento
de Cristo, que recrea y santifica. También nosotros, en el Espíritu, podemos
respirar a Dios.
§ Agua viva: que sacia nuestra sed más profunda, colma
nuestros deseos, produce felicidad completa. Agua limpia, en la que nos
purificamos y bautizamos. Agua viva, que fecunda y engendra nueva vida, que
produce abundantes frutos. Bebemos el Espíritu.
§
Llama
de amor viva: que
purifica, enciende, transforma, eleva. Es el amor de Dios, todo un fuego que
dinamiza y enamora; que quema, pero no consume; que sacrifica, pero no mata;
que nos hace salir de sí nos lleva a los hermanos y nos une a Dios. Ardemos
en el Espíritu.
§
Óleo
de alegría: que
unge, empapa, suaviza, cura, agiliza, fortalece y perfuma. Somos ungidos
–“cristianos”- por el Espíritu, que entra hasta lo más intimo de nuestras
entrañas. Es una medicina maravillosa. Nos ungimos y perfumamos con el
Espíritu.
§ Dedo de Dios: para expresar que la fuerza con la que
Dios actúa para liberar, para expulsar demonios, parar sanar enfermos, para
hacer el bien. Es fuerza creativa, que nos hace crecer en todas las
dimensiones, que nos hace trascender, que nos diviniza. Fuerza amistosa, que
supera nuestras flaquezas y nuestros miedos, que nos da una paciencia
invencible, que nos hace vencer en la tentación. Audaces y llenos de poder
en el Espíritu.
Y aquí
tenemos que apelar a la experiencia, que es la mejor manera de conocer al Espíritu. Ningún nombre,
ninguna imagen, ningún símbolo, y menos el de la paloma, nos ayudarían a
entender nada sobre el tema. Al Espíritu le empezamos a conocer cuando se mueve
en nosotros, cuando sentimos su acción, cuando nos regala sus dones y carismas,
cuando le amamos o sentimos su amor. Bastaría ver el ejemplo de los apóstoles
el día de Pentecostés.
Sin duda, una de las primeras cosas que
llama la atención cuando nos toca ese Dedo de Dios, que es el Espíritu; es la
transformación gozosa y poderosa que realiza. Se recibe una energía que
contagia, que quita miedos, que se atreve con todo. Los que están llenos del
Espíritu, están llenos de fortaleza. La de Sansón era sólo un símbolo. Mejor
entendemos la de los primeros discípulos, que hablaban, sufrían y llegaban a
morir con paz y hasta con alegría.
El Espíritu, Fuerza de Dios, nos capacita
para curar enfermos y tristes, para denunciar injusticias, para servir y
trabajar por los demás hasta gastarse, para sufrir hasta el martirio.
Si has experimentado algo de esta fuerza
positiva, paciente, liberadora, es que has empezado a conocer al Espíritu.
El Espíritu Santo es:
A) Don de Dios.
Pero este don de Dios, es Dios mismo. Dios
nos regala sus bendiciones en cada momento. La culminación de todos los bienes
es su propio Hijo. En su Hijo nos lo entregó todo. Así que “todo es mío”.
Ahora, con el Espíritu, se completa la
donación divina, pues es Dios mismo que se derraman en nuestros corazones. Es
una entrega que completa e interioriza la de Cristo. Máxima donación de Dios. Somos
regalados de Dios.
Al recibir este máximo don de Dios, quedas
cristificado y divinizado, aspiras divinidad; tu vida se conforma con la de
Dios, con sus gustos, sentimientos e ideales; aprendes a vivir en donación y en
gracia.
Si has experimentado esta necesidad de
abrirte, de dar aun de lo que necesitas, de darte hasta el fin y en pura
gratuidad, es que conoces algo del Espíritu.
B) Amor de Dios.
Todo lo que venimos diciendo tiene un
nombre. El Espíritu es el amor de Dios. Y este amor -¡qué fuego, qué
energía, qué peso, qué pasión, qué misericordia!- se comunica a la pobre
criatura. ¿Qué puede hacer un ser humano con una realidad divina? ¿Qué puede
hacer cuando recibe a Dios?
Cuando el hombre recibe este amor de Dios,
este Amor-Dios, todo se transfigura. Es cuando empieza a realizarse en él una
auténtica divinización.
El amor le lleva a la común-unión,
superando distancias y diferencias: -amor de koinonía-. Es lo que se quiere
expresar con el don de lenguas.
Urge al servicio y la entrega, para que pongas
tu vida a disposición de todos –amor de diaconía-. Se vuelca sobre todos los
que sufren, para ayudar y liberar. Es “Padre de los pobres”.
Posibilita todo tipo de bondades y
generosidades, haciendo de la vida: amistad, misericordia, gracia y don.
Si experimentas y vives es este amor, si
ardes en esta hoguera, es que sabes quién es el Espíritu de Dios.
Pero si no experimentas y vives este amor,
si no ardes en esta hoguera que es el Espíritu Santo; no te preocupes, porque
hoy, por manos de la Iglesia, Cristo Jesús Resucitado te ofrece hoy la Gracia
de Pentecostés, aquí en nuestra estancia alta de este Encuentro de Mayo en
Ágape.
C) LA
PERSONA Y SUS DONES.-
El Espíritu Santo es Dios, como lo son el Padre
y el Hijo. El Espíritu está presente desde el origen mismo de la creación (Gn
1, 2 y 2, 7) y reaparece continuamente en la historia del Pueblo de Dios, manifestándose
de diferentes maneras a diversos hombres y mujeres. Éstos tuvieron la
sensibilidad de percibirlo y se dejaron seducir por él, desde reyes y profetas
a pescadores pobres y sin escuela.
En esta reflexión sobre el Espíritu
Santo, sólo te brindo algunas pistas y varios textos bíblicos para que puedas
tener la oportunidad de sentir su brisa y su calor, porque es soplo y fuego que nos llega en Pentecostés. Los
textos que te sugiero están tomados del Nuevo Testamento ya que me parece un
buen modo de adentramos y vivir este tiempo del Espíritu. En el Nuevo
Testamento se habla con frecuencia del Espíritu Santo. También se lo llama “Espíritu
de Dios”, “del Padre de ustedes”, “de Jesús”, “de Verdad”, “de vida”, el
“Consolador”, entre otros nombres. Algunos de ellos expresan claramente que
éste procede del Padre y del Hijo. Además, es presentado en su acción con los
símbolos de la paloma, el viento, el fuego, el agua, el sello que marca como
habíamos visto antes. Pero el uso de esta simbología no debe hacemos olvidar
que el Espíritu es Persona y en la Biblia se le atribuyen facultades y
actividades propias de los seres humanos:
·
tiene inteligencia: “Y el
que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su
intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rom 8, 27),
·
voluntad: “Pero todas
estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndoselas a cada uno
en particular según su voluntad” (1Cor 12, 11),
·
sentimientos: “No entristezcáis al Espíritu
Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención”
(Ef 4, 30 y Rom 8, 27),
·
se revela: “Porque nunca profecía alguna ha
venido por voluntad humana, sino que hombres, movidos por el Espíritu Santo,
han hablado de parte de Dios” (2Pe 1, 21),
·
enseña: “Pero el
Paráclito, el Espíritu Santo, que el padre enviará en mi nombre, os lo enseñará
todo y os recordará todo lo que os he dicho” (Jn 14, 26),
·
da testimonio: “Y, como
sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama:
¡Abbá, Padre!” (Gál 4, 6),
·
intercede: “Y de igual
manera, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros
no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros
con gemidos inefables” (Rom 8, 26),
·
habla: “El que tenga
oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias: al vencedor le daré a comer
del árbol de la vida, que está en el Paraíso de Dios” (Ap 2, 7),
·
ordena: “Atravesaron
Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había impedido
predicar la palabra en Asia. Estando ya cerca de Misia, intentaron dirigirse a
Bitinia, pero no se lo consintió el Espíritu de Jesús” (Hch 16, 6-7),
·
se lo puede entristecer (Ef
4, 30),
·
engañar: “Pedro le digo:
‘Ananías, ¿cómo es que Satanás se adueño de tu corazón para mentir al Espíritu Santo y quedarte con
parte del precio del campo?’” (Hch 5, 3)
·
y hasta hablar en su contra:
“Por eso os digo: Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero
la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra
contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el
Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro” Mt 12, 31-32).
El Espíritu Santo es el soplo de Dios,
el aliento vital que transforma nuestra realidad creando un corazón nuevo en el
Pueblo de Dios, fortaleciéndolo, animándolo desde adentro, convirtiéndolo en
testigo de su fe. Este Espíritu se manifiesta, ante todo, en Jesús, que luego
nos lo envía para que conozcamos la voluntad de Dios y demos fruto.
Con Pentecostés (Hch 2, 1-11), la
creación y el mundo entero reciben un nuevo impulso. Al mismo tiempo las
comunidades cristianas se vuelven misioneras y se lanzan sin temor a anunciar
la Buena Noticia a todos los pueblos. La Iglesia naciente experimenta la
acción del Espíritu porque es purificada por Él; el Espíritu la inspira, le da
unidad y fortaleza, preside las decisiones de la Comunidad y construye.
Los
dones: Los dones comúnmente atribuidos al Espíritu, no
son ni exhaustivos ni excluyentes; antes bien, resumen toda la actividad que
éste realiza en nosotros. Sin embargo, por sobre todos, hay un don que da sentido
a todos los demás: es el don del Amor. Pero no de cualquier tipo de amor, sino del que encuentra su
máxima expresión en quien entrega la vida por sus hermanos. Este es el mayor
regalo del Espíritu. Sin él, nuestra vida no tiene sentido. El amor (o la caridad)
es la primera acción de Dios: él creó al hombre y al mundo por amor y en la
plenitud de los tiempos Jesús Resucitado, por amor, nos salvó de la muerte.
Los
siete dones del Espíritu Santo: Desde siempre hemos
aprendido que los dones del Espíritu Santo son siete. Pero este número tiene un
significado simbólico: plenitud, totalidad y perfección. Los siete dones (al
igual que los sacramentos) pretenden resumir toda la acción del
Espíritu Santo en los cristianos. Estos están tomados del Libro de Isaías,
cuando el profeta describe las cualidades que tendrá el futuro Mesías: “Sobre él reposará el espíritu del Señor,
espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de ciencia y de temor del Señor —y lo inspirará el temor del Señor-.
El no juzgará según las apariencias ni decidirá por lo que oiga decir: juzgará
con justicia a los débiles y decidirá con rectitud para los pobres del país...” (Is 11, 2-4a)
Sabemos que los dones del Espíritu no son regalos
pasivos, sino que exigen una respuesta, como lo expresa claramente el profeta.
Por lo tanto, quien es movido por el Espíritu Santo debe obrar de esa manera.
Meditemos un poco sobre el significado y sentido de los mismos:
Ï Sabiduría: Consiste en conocer a Dios.
Ser sabio, según el Espíritu, es conocer y experimentar el amor y la bondad
de Dios que practica la justicia y nos capacita para que seamos justos también
nosotros. Esto no se aprende ni en los libros ni en los cursos sino a través de
una vi-vencía personal y comunitaria de oración.
Ï
Entendimiento: Es el don que nos ayuda a descubrir cual es la voluntad de Dios en las
grandes y pequeñas situaciones cotidianas.
Ï
Ciencia: Este don nos da la capacidad de discernir,
distinguiendo lo que es bueno y lo que es mejor. Nos da a conocer el proyecto
de Dios para cada día. Nos lanza a actuar de acuerdo a nuestros principios y
valores cristianos.
Ï
Consejo: A través de este don podemos dialogar
fraternalmente en nuestras familias y en la comunidad cristiana. Podemos ayudar
a quien lo necesite, orientando y colaborando para encontrar soluciones
mejores. Mediante el consejo y la palabra oportuna debemos animar a los
desanimados alentándolos a no bajar los brazos y también podemos ver la vida
con optimismo.
Ï
Fortaleza: Este don nos ayuda a enfrentar con coraje y energía las dificultades y
problemas que a veces parecen asfixiarnos y que nos cierran el camino. Nos
ayuda a vencer las tentaciones de dejar a Jesús por un camino más fácil. Nos
permite mostrar dulzura y alegría en las obligaciones que nos toca desempeñar
como padres, trabajadores, estudiantes, políticos, catequistas, animadores de
la comunidad, etc.
Ï
Piedad: Es el don que nos hace descubrir el corazón de
Dios amándonos profundamente. También nos invita a entregarle el nuestro y nos envía
a los hermanos que más necesitan de nuestro consuelo. Es el don de la Misericordia.
Ï
Temor de Dios: Este don nos hace reconocer
con humildad que Dios es siempre más grande que todo lo que podamos imaginar y
nos impulsa a respetarlo y quererlo como nuestro Padre.
Nosotros recibimos uno o más
dones para compartirlos en la comunidad. Obrar de otra manera es privar de un
servicio al Pueblo de Dios. Estos dones o carismas debemos recibirlos con
agradecimiento, sabiendo que son regalos que nos comprometen y que el Espíritu
los da a quien, cuando y como quiere.
Ahora bien, los carismas y dones del Espíritu son
dados par la edificación de la Iglesia: “A cada cual se le otorga la
manifestación del Espíritu para el provecho común” (1Cor 12, 7) y: “Así
pues, ya que aspiráis a los dones espirituales, procurad abundar en ellos para
la edificación de la asamblea” (1Cor 14, 12); corresponde, por lo tanto, a
la Iglesia misma determinar su autenticidad.
2.-
PENTECOSTÉS: VIENTO Y FUEGO DE DIOS.-
PENTECOSTÉS CRISTIANO:
La fiesta cristiana, hunde sus raíces en la fiesta judía. Si bien el
pueblo de Israel ya le había dado un significado religioso, los primeros
cristianos volverán a darle uno totalmente renovado. Para descubrirlo, es
necesario constatar que en los Evangelios nunca se menciona esta fiesta; sólo
aparece en el Libro de los Hechos: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban
todos reunidos con un mismo objetivo” (2, 1); “Pablo había resuelto
pasar de largo por Éfeso, para no perder tiempo en Asia. Se daba prisa, porque
quería estar, si le era posible, el día de Pentecostés en Jerusalén” (20,
16) y en la Primera Carta a los Corintios: “De todos modos, seguiré en Éfeso
hasta Pentecostés” (16, 8). En ambos textos, Pentecostés hace referencia a
la fiesta judía.
La fiesta de Pentecostés, de la cosecha
o día de la acción de gracias, que se celebraba en tiempos de Jesús se
realizaba siete semanas después de la Pascua; era la fiesta de los primeros
frutos: “El día de las primicias, cuando ofrezcáis a Yahvé oblación de
frutos nuevos en vuestra fiesta de las Semanas, tendréis reunión sagrada; no
haréis ningún trabajo servil” (Nm 28, 26), de la recolección (Ex 23, 16;
citado antes) o de las semanas: “Celebrarás la fiesta de las Semanas, al
comenzar la siega del trigo, y la fiesta de la Cosecha, al final del año” (Ex
34, 22).
La fiesta cristiana de Pentecostés se
diferencia notablemente de la fiesta judía; sólo coinciden en el nombre. La fiesta cristiana, de hecho, celebra la
venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y el nacimiento de la Iglesia
que abre sus puertas a los pueblos no judíos o paganos. El nombre
“Pentecostés” para designar a esta fiesta debió aparecer bastante más tarde,
durante los primeros siglos del Cristianismo.
Para los cristianos, la fiesta de la
Pascua se prolonga durante cincuenta días. A este tiempo lo llamamos ‘Tiempo
Pascual” o “Cincuentena Pascual”, el cual finaliza con la Fiesta de
Pentecostés. La importancia de esta fiesta litúrgica es comparable a la de la
Pascua.
Durante la Edad Media (s. VII), algunos
teólogos empezaron a relacionar la venida del Espíritu Santo con los siete dones
que aparecen en Isaías 11, 2-4a. Desde entonces, la fiesta de Pentecostés es
asociada con la efusión de los siete dones del Espíritu Santo.
A
modo de síntesis: El Pentecostés cristiano deja sin efecto el antiguo legalismo
hebraico y comienza una nueva Ley,
fundamentada en la libertad que da la fuerza del Resucitado, la misma que
impulsa el envío misionero de la Iglesia naciente. Por este motivo, la
precisión cronológica de saber si fueron exactamente 50 días los que pasaron
desde la resurrección de Jesús hasta la efusión del Espíritu sólo tiene un
valor simbólico.
“Y yo les enviaré lo que mi
Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con
la fuerza que viene de lo alto.” (Lucas 24, 49).
Hablar de Pentecostés, para la tradición
cristiana, significa hacer referencia a sus orígenes, es decir, al nacimiento
de la Iglesia, considerándolo como un hecho histórico. En efecto, a partir de
ese acontecimiento, el cristianismo inicia su expansión. Esto es posible
porque el Espíritu del Resucitado encuentra en la comunidad de los discípulos
un lugar para quedarse y, desde allí, llegar hasta los confines de la tierra.
En este sentido es importante destacar
un paralelismo entre los dos significados atribuidos a esta fiesta. Si en el
Antiguo Testamento Israel celebraba, en la entrega de la Ley, el gesto por el
que nacía como Pueblo de Dios, en el Nuevo Testamento, en cambio, la efusión
del Espíritu marca el nacimiento del Nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia.
Sin embargo, a partir de los textos del
Nuevo Testamento, surge esta pregunta: ¿Cuándo fue insuflado el Espíritu Santo
sobre los discípulos? En efecto, nos encontramos con dos referencias de este
acontecimiento, ubicado en dos momentos diferentes de la vida de los
apóstoles:
- En el Evangelio de San Juan aparece
con claridad que Jesús Resucitado envió su Espíritu el mismo día de Pascua: “.
. . sopló sobre ellos y añadió: ‘Reciban el Espíritu Santo”’ (Jn 20, 22).
- En el Libro de los Hechos de los
Apóstoles, en cambio, aparece asociada con la fiesta judía de las Semanas o
Pentecostés, es decir, cincuenta días después de la Pascua: ‘Todos quedaron llenos del Espíritu
Santo...” (Hch 2, 4a).
Estos textos presentan un único
acontecimiento ubicado en dos momentos distintos y con intenciones distintas:
En Pascua se señala el triunfo de Jesús sobre la muerte, mientras que en
Pentecostés se subraya que el mismo Jesús infunde su fuerza sobre los
discípulos. Esta diferencia, lejos de ser contradictoria, nos demuestra que el
Espíritu está presente, animando la vida constantemente.
El Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la Sagrada Liturgia, presenta un resumen claro de las consecuencias que la acción misionera del Espíritu tuvo para la primera comunidad cristiana y, después, para la Iglesia: “...el día mismo de Pentecostés, en que la Iglesia se manifestó al mundo, ‘los que recibieron la palabra de Pedro fueron bautizados’. Y ‘con perseverancia escuchaban la enseñanza de los Apóstoles, se reunían en la fracción del pan y en la oración, alabando a Dios, gozando de la estima general del pueblo’ (Hch 2, 41-47). Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio Pascual: leyendo ‘cuanto a él se refiere en toda la Escritura’ (Lc 24, 27), celebrando la Eucaristía en la cual ‘se hace de nuevo presente la victoria y el triunfo de su Muerte’, y dando gracias al mismo tiempo ‘a Dios por el don inefable’ (2Cor 9, 15) en Cristo Jesús, ‘para alabar su gloria’ (Ef 1, 12), por la fuerza del Espíritu Santo” (No 6).
Esto sin perder de vista lo que Jesús
pidió a sus discípulos: “Vayan y
hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo...” (Mt 28, 19).
El tiempo transcurrido desde entonces ha hecho que muchas de nuestras
prácticas se hayan vuelto rutinarias. Por eso, toda fiesta de Pentecostés debe
ser como un nuevo «sacudidón» del Espíritu para que renazcamos a la sencillez y
a la alegría de las primeras comunidades y renovemos el compromiso misionero
de llevar esperanza a nuestro mundo abatido.
Permitidme que haga un paréntesis. Creo
que aquí es donde se centra la realidad-vitalidad de la Renovación en el
Espíritu Santo, nosotros que hemos vivido y vivimos un constante Pentecostés,
tenemos la obligación de renovar toda la realidad eclesial, tanto las
parroquias, los movimientos; como los sacerdotes y obispos. Siempre he creído
que la renovación tiene que a la larga desaparecer cuando toda la Iglesia, todo
el mundo sea renovado por el Espíritu. Creo que estamos llamados a hacer soplar
el viento del Espíritu, a hacer arder el mundo con el Fuego del Espíritu. A
renovar la faz de la tierra y de la Iglesia con la sangre de la Vida eterna que
corre por nuestras venas. Somos la única esperanza para un mundo que vive de
espaldas a Dios, y esto se aplica por desgracia también a nuestras comunidades
parroquiales y a nuestros sacerdotes. Que Pentecostés llegue con poder hoy a
todos. Perdonarme este paréntesis en el tema, pero esto siempre me quema
por dentro.
El día de Pentecostés es comparable a
la Pascua, no como una fiesta más, diferente, sino como el “broche de oro” de la misma. Tiene una vigilia parecida a la de la
Pascua (aunque casi no se celebra en ningún lugar, incluso entre nosotros),
pero aparecen otros signos que son tomados de las lecturas bíblicas: el fuego,
el viento, la torre de Babel, los huesos secos, el agua y las alas de águila.
En Pentecostés se pone de relieve la
memoria y acción permanente del Espíritu Santo, simbolizado en el relato de
Hechos por el viento (símbolo del soplo de Dios) y el fuego, en forma de lenguas (símbolo del anuncio de una misma verdad).
Precisamente, los ornamentos litúrgicos que se usan para la celebración de la
Misa son de color rojo, para destacar y resaltar la importancia que tiene esta
fiesta en la vida y la misión de la Iglesia.
3.-
EL VIENTO Y EL FUEGO DE DIOS.-
El pueblo semita (judío), como
todos los pueblos de Oriente, encuentra en el lenguaje simbólico el mejor vehículo
para expresar sus creencias.
Si bien hay muchos símbolos para representar al Espíritu Santo, centraremos nuestra atención en los dos que aparecen en el relato de los Hechos de los Apóstoles 2, 1-4: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo. De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron todos de Espíritu santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”. El Viento (soplo) y el Fuego. La abundante cantidad de citas bíblicas donde aparecen estos símbolos nos revela la importancia de los mismos en el Pueblo de Israel.
El viento: El viento es
invisible e imprevisible. En la Antigüedad se lo consideraba como la
respiración de la tierra expresada caprichosamente con el zumbido o el bramido de la tormenta. También era temido por la fuerza destructora
que tenía.
En el Antiguo Testamento, para nombrar
al viento se utilizaba la palabra ruah, que también significa: principio de
vida, aliento, respiración. El Espíritu de Dios se relaciona con el “viento”,
lo que da lugar a la idea del Espíritu como “aliento de Dios” o “fuerza de
Dios”.
El Soplo de Dios está presente desde el
inicio de la Creación: “La tierra era caos y confusión y oscuridad por
encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas”
(Gn 1, 2) y comunica la vida al hombre: “Entonces Yahvé Dios formó al hombre
con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el
hombre un ser viviente” (Gn 2, 7). Este viento se desparrama y penetra,
remitiéndonos así al accionar de Dios en la historia de su pueblo: “Él me
dijo: ‘Profetiza al Espíritu, profetiza, hijo de hombre. Dirás al espíritu: Así
dice el Señor Yahvé: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos
muertos para que vivan’” (Ez 37, 9). Un texto sumamente rico en elementos
simbólicos es el de la manifestación de Dios a Elías, en la “brisa suave”
(1Re 19, 12b). Todos los profetas reciben el Espíritu de Dios junto con su vocación.
Por eso son considerados “hombres del Espíritu”, porque han sido “soplados”,
fortalecidos y enviados a cumplir una misión.
En
el Nuevo Testamento, en su diálogo con Nicodemo, Jesús compara al Espíritu de
Dios con el viento, que sopla donde quiere y no sabe a dónde va: “El viento
sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va.
Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn. 3, 8). Dios promete un nuevo
soplo del Espíritu: soplo de creación y de resurrección, que desciende en el
día de Pentecostés (Hch 2, 2-4). Como vemos, el viento puede ser soplo de vida
que haga crecer o huracán violento que destroza.
El
fuego: Este es un símbolo que, por tener efectos tan radicales e
igualmente importantes para la vida del hombre (ilumina y calienta, quema y
destruye), a lo largo de la historia de la humanidad, en la mayoría de las
culturas, fue incluido dentro del culto y podía ser asociado tanto a lo divino
como a lo demoníaco.
En la simbología del Antiguo
Testamento, el fuego era la imagen que mejor expresaba el ser y la acción de
Dios: La zarza ardiente: “Allí se le apareció el ángel de Yahvé en llama de
fuego, en medio de una zarza. Moisés vio que la zarza ardía, pero no se
consumia” (Ex 3, 2), la columna de fuego: “Yahvé marchaba delante de
ellos: de día es columna de nube, para guiarlos por el camino, y de noche en
columna de fuego, para alumbrarlos, de modo que pudiesen marchar de día y de
noche” (Ex 13, 21), el monte cubierto de humo: “Todo el monte Sinaí
humeaba, porque Yahvé había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como
el de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia” (Ex 19, 18), el
resplandor como fuego: “La gloria de Yahvé aparecía a los israelitas como
fuego devorador sobre la cumbre del monte” (Ex 24, 17) y muchos otros (cfr.
Ez 24, 17; Jr 21, 12; Dt 32, 22; Is 66, 15, etc.).
En el culto, el fuego se utilizaba para
quemar las ofrendas en el altar y el incienso en el incensario: “Los hijos
de Aarón lo quemarán sobre el altar encima del holocausto colocado sobre leña
que se ha echado al fuego. Será un manjar abrasado de calmante aroma para
Yahvé” (Lv 3, 5), “Tomará
después un incensario lleno de brasas tomadas del altar que está ante Yahvé, y
dos puñados de incienso aromático en polvo para introducirlo detrás del velo;
podrá el incienso sobre el fuego, delante de Yahvé, para que la nube de
incienso envuelva el propiciatorio que está encima del Testamento y así él no
muera” (Lv 16, l2-13) y (Lv 1, 7ss;;
6, 9ss;). Para el Pueblo de Israel, Dios se hacía presente en medio de él como
un juez que libera y castiga. Justamente, el fuego se convirtió en expresión
de estos aspectos de su actividad.
En el Nuevo Testamento encontramos el
anuncio del bautismo en el Espíritu Santo y con fuego: “Yo os bautizo con
agua en señal de conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte
que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu
Santo y fuego” (Mt 3, 11); Dios es presentado como fuego devorador: “Pues
nuestro Dios es fuego devorador” (Heb 12, 29); Jesús mismo dice que vino a
traer fuego a la tierra: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y
¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!” (Lc 12, 49), y que vendrá
acompañado por un fuego llameante y hará justicia a los que creen y siguen a
Dios (2Tes 1, 7-10). Una expresión equivalente usada por los judíos es la gehenna, “lugar donde se
quemaba la basura de Jerusalén”, y que en la representación de Jesús “serán
arrojados en la gehenna” significaba muerte definitiva (Mc 9,
43-47). En sentido positivo es importante destacar que el fuego iluminador y
enardecedor del Espíritu, es, en Pentecostés, dador de Vida.
En
efecto, para los cristianos, el fuego que se enciende en la noche de Pascua
simboliza la luz-vida nueva de Jesús Resucitado que ilumina el camino de su
pueblo así como la columna de fuego iluminaba y daba calor al Pueblo de Israel
durante las noches de la larga travesía por el desierto. La imagen de la venida
del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego también puede relacionarse con
el nacimiento de una nueva vida porque, al quemar el pecado, la injusticia, la
desigualdad y el odio, e infundir comprensión y coraje para la Misión, está
gestando un Pueblo totalmente renovado, nacido, precisamente, del Espíritu.
4.- BAUTISMO-EFUSIÓN EN EL ESPÍRITU.-
Hoy,
vamos a vivir un Nuevo Pentecostés, que trasformará nuestras vidas
radicalmente, estoy segurísimo porque el Enemigo nos ha estado rondando a todos
últimamente de una forma terrible, pero esta vencido y hoy el Poder del
Resucitado se manifestará derramando sobre nosotros el mayor de sus regalos
después de su Resurrección, el Espíritu Santo Paráclito. Que haciendo honor a
su nombre vendrá sobre nosotros cuando lo invoquemos.
El día siguiente a Pentecostés de 1975,
con motivo de la clausura del Congreso mundial de la Renovación Carismática en
la Iglesia Católica, el Sumo Pontífice Pablo VI dirigió a los diez mil
participantes reunidos en la basílica de san Pedro un discurso que ha sido
hasta ahora, para la Renovación, el documento más importante para saber qué
piensa la jerarquía de la Iglesia de ella y qué espera de ella. Cuando terminó
de leer el discurso oficial, el Papa añadió estas palabras improvisadas: «En
el himno que esta mañana se lee en el breviario, y que se remonta a san Ambrosio,
en el siglo IV, tenemos esta frase, difícil de traducir pero muy sencilla: Laeti, que significa con gozo; bibamus, que significa bebamos; sobriam, que significa bien definida y moderada; profusionem Spiritus, es decir, la abundancia del Espíritu “Laeti
bibamus sobriam profusionem Spiritus”. Podría ser el lema de vuestro
movimiento: un programa y un reconocimiento del movimiento mismo».
Por tanto, la Iglesia, por
boca de su pastor supremo, nos ha trazado un programa. No podemos suprimir de
él ni una sola palabra; es más, tenemos que desentrañar todo su contenido; en
especial, el contenido de aquella palabra latina que habla de una sobria
abundancia del Espíritu.
Creo
sinceramente que ha llegado la hora que toda la Iglesia Católica viva y beba el
gozoso y abundante derramamiento del Espíritu Santo, es decir que reinflamé en
su alma la llama que recibió el día de su Bautismo; pero que en la mayoría está
casi apagada o con muy poca luz. Es
necesario que nos emborrachemos con la sobria abundancia del Espíritu.
Ha
llegado al momento de renovar la gracia del Bautismo y la Confirmación de una
forma más consciente en nuestras vidas y así dejar que sea a partir de ahora el
Espíritu Santo quien dirija toda nuestra vida. Comienza aquí una nueva relación
con Dios Uno y Trino. Una maravillosa aventura que llegará a su culmen el día gozoso
del Encuentro Triunfal con Cristo Resucitado en nuestra propia Resurrección.
En
este tema previo a la Liturgia de la Efusión o del Bautismo en el Espíritu
quiero daros algunos elementos para que podáis entender mejor lo que va a
suceder a partir de ahora, así como para los que ya recibimos la Efusión hace
años (como yo que la recibí hace 33 años), este tema sirva de refresco e
invitación a abrirnos nuevamente a esta gracia, que se puede recibir y se debe
recibir muchas veces a lo largo de la vida, para que el Espíritu Santo nos vaya
identificando, trasformando y santificando cada vez más hasta que lleguemos a
ser lo que el Padre espera de nosotros; Nuevos Cristos. Imagen y Semejanza
perfecta de Jesús Resucitado en este mundo.
A) LA EFUSIÓN DEL ESPÍRITU:
“La Renovación en el Espíritu
se caracteriza por una experiencia espiritual cuyos rasgos específicos son
fácilmente reconocibles a través de una extensa variedad de personas y de
circunstancias.
Esta experiencia adviene
ordinariamente a partir del deseo y de la oración del sujeto y de la intercesión
del grupo, a menudo con el rito informal de la imposición de manos. Implica
una doble perspectiva:
—una transformación íntima a
la que se designa como “Bautismo en el Espíritu” o “Efusión del Espíritu”
—una actividad significativa:
los carismas, o, en otras palabras, el ejercicio de los dones del Espíritu al
servicio de la Iglesia” (RENE LAURENTIN, Pentecostalismo Católico,
PPC, Madrid 1975, p. 55).
La
expresión “Bautismo del Espíritu” se puede prestar a confusión, por lo que se
prefiere decir “Efusión del Espíritu”. Otros hablan de “liberación del
Espíritu”: liberar en nosotros los dones que ya habíamos recibido,
principalmente en los sacramentos de la iniciación cristiana.
“La Efusión del Espíritu
lleva consigo ordinariamente una impresión viva, a menudo emotiva, a veces
hasta las lágrimas. Pero lo esencial no está ahí. Son numerosos los que
subrayan la calma y la paz que implica esta experiencia. El elemento emotivo no
es aquí más que el epifenómeno de una transformación profunda. Lo que irradia
es un sentido nuevo de la presencia de Dios, más allá incluso de la conciencia
clara. Desaparecen las inhibiciones; se liberan energías; se restaura una
sinergia; se superan disociaciones. En esta línea es como tendremos que
comprender el sorprendente resurgimiento del “carisma de curación”: recuperación
del equilibrio psicológico y físico, gracias a la nueva integración personal y
comunitaria del ser, pero por la intervención de Dios y para Dios” (Ibidem,
p. 59).
Externamente consiste en la
oración que un grupo de hermanos, o más bien toda la comunidad cristiana,
eleva a Jesús glorificado para que derrame su Espíritu de una manera nueva y en
mayor abundancia sobre la persona por la que se ora imponiéndole las manos. Se
pide al Señor que realice en nosotros de nuevo lo mismo que hizo con sus
Apóstoles, reunidos con María su Madre, y con los mismos efectos, es decir,
que derrame de nuevo en nosotros “la fuerza del Espíritu Santo” (Hch 1,
8) para ser verdaderamente sus testigos.
La imposición de manos ni es un
gesto mágico ni un gesto sacramental. Es un gesto de comunión con el hermano,
un signo de amor, una expresión de que toda la comunidad ora por él (sobre
esto hablaremos más extensamente más adelante).
La Efusión del Espíritu es
una gracia particular que nos hace tomar conciencia de una realidad que
habíamos perdido de vista: el Espíritu Santo; “es la correspondiente
aceptación personal de aquello que nos fue prometido y concedido
sacramentalmente por Dios en el Bautismo y en la Confirmación. Por
consiguiente, la renovación del bautismo del Espíritu es, respectivamente, la
renovación del Espíritu” (H. MUHLEN).
Para la Iglesia primitiva la
experiencia del Espíritu era algo muy importante. Para el cristiano de hoy
la conciencia y sobre todo la vivencia de su presencia y acción ha de ser algo
decisivo.
No
siendo ni el sacramento del Bautismo ni el de la Confirmación, el Bautismo en
el Espíritu Santo es una efusión más, una nueva efusión del Espíritu.
La Efusión del Espíritu no
cubre todas las riquezas de la Renovación. Para los Apóstoles fue el
principio de una nueva vida, para nosotros es como la puerta de entrada en
esta renovación, el punto de partida, el comienzo de un nuevo caminar en el
Espíritu.
En
cada persona actúa de acuerdo con su idiosincrasia, su carácter, su historia,
su apertura al don de Dios. En unos puede ser una verdadera conversión y un
encuentro personal con Jesús, en otros una renovación de la vida cristiana que
estaban viviendo lánguidamente, y en otros puede ser llegar a cierta plenitud
del Espíritu.
B) ¿CUALES SON LOS EFECTOS MÁS PERCEPTIBLES?:
1)
Jesucristo,
don por excelencia, se convierte en el centro de la vida al que se proclama como el Señor.
2) La Palabra de Dios se convierte en palabra viva que el Espíritu
nos hace gustar y comprender.
3) Los, que por el Espíritu descubren a Jesús en una relación vital descubren
también que son hermanos en Cristo y sienten la necesidad de amarse y vivir la
comunión fraterna, como don
manifiesto del Espíritu.
4) Libertad espiritual: la
Renovación no es emoción sentimental ni evasión
de las realidades de la vida, sino fuerza para romper con todo aquello que se
oponga al Espíritu del Señor.
5) Manifestación
y crecimiento de los frutos del Espíritu, principalmente del amor, la alegría, la paz,
la mansedumbre.
6) Redescubrimiento de la Iglesia: el
Espíritu; que es el alma de la Iglesia, no divide sino que nos hace sentir
miembros vivos de una Iglesia, institucional y carismática a la vez.
7) Redescubrimiento de María como
la que recibió la plenitud del Espíritu y escuchó en su corazón su voz y,
presente en el Cenáculo con los Apóstoles, asistió al nacimiento de la Iglesia.
8) Un camino nuevo para el Ecumenismo, pues se trata de un fenómeno de renovación
que se está dando en todas las Iglesias cristianas y hasta en los mismos judíos.
La experiencia común es camino de encuentro, como se ve en los numerosos
grupos ecuménicos que surgen.
C) PUNTOS PRACTICOS SOBRE EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU:
El Bautismo en el Espíritu es como la puerta de entrada en la Renovación
Carismática y al mismo tiempo el punto de partida de un proceso de conversión
y transformación para seguir después caminando en la vida del Espíritu dentro
de un grupo o comunidad.
No es, por tanto, un suceso
aislado.
Para todo el que aspira a
esta gracia no plantea más que una pregunta: ¿estoy verdaderamente dispuesto a
abrirme a la gracia del Espíritu Santo? Esta Pregunta puede ser una
interpelación para toda una comunidad o para la Iglesia entera.
El Bautismo en el
Espíritu no es una experiencia nueva. Tratándose de una efusión del Espíritu
del Señor sobre el cristiano, es algo que siempre ha ocurrido a lo largo de la
historia, principalmente en la vida de los santos, coincidiendo con su primera
o segunda conversión. Por la descripción de esta experiencia que algunos han
dejado en sus escritos, vemos que para ellos fue la base de una vida de oración
y testimonio.
Para algunos fue como una
sorpresa que un día les vino del cielo, para otros fue la respuesta de la
gracia a sus ardientes deseos de darse al Señor. Para nosotros hoy día es una
gracia que tenemos a nuestro alcance. ¿Qué es lo que se requiere de nuestra
parte?
D) UNA DISPOSICION MUY CONCRETA:
Cuando un cristiano se
decide a abrirse totalmente a la acción del Señor, a ponerse en las manos del
Padre, ya se están dando en el las disposiciones adecuadas y en cierta manera
ha empezado a operarse ya la efusión del Espíritu.
Quizás el rasgo más claro y
determinante sea un ardiente deseo de
Dios. Cierto que esto ya supone una verdadera conversión. Pero si se
busca el bautismo en el Espíritu sin un deseo más o menos consciente de Dios,
es muy poco lo que se puede esperar: “Si conocieras el don de Dios... tú le
habrías pedido a Él, y Él te habría dado agua viva...” (Jn 4, 10).
Cuando el alma busca a Dios
como busca la cierva las corrientes de agua, cuando «tiene mi alma sed de
Dios, del Dios vivo» (Sal 42, 3) y responde con fe a la invitación del
Señor «si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí» (Jn 7,
37), entonces experimenta los «ríos de agua viva».
Supuesto
esto, hay que encarecer a los que desean recibir el bautismo en el Espíritu
unas actitudes que siempre serán la base de la vida cristiana:
a) Arrepentimiento: Ya en sí es don de Dios, una
gracia del Espíritu, «os daré un corazón nuevo.., un espíritu nuevo... »
(Ez 36, 25-27; 11, 19-20) y por tanto no hay que darlo fácilmente por supuesto,
pues o falta o no es lo suficientemente completo y en muchos casos no es fácil
llegar a él si no es con la oración sincera. Esta es la clave de muchos fallos
de la vida cristiana y de la oración, el fundamento de la conversión y de la
liberación interior.
b) Alma de niño y de
pobre: sentirse pobre ante Dios y ante los hermanos, desembarazado de la
propia autosuficiencia, como un mendigo, como pecador perdonado; sólo entonces
es posible recibir el reino de Dios como niño y entrar en él (Mc 10, 15).
c) Actitud de fe,
confianza y abandono en el Señor: la mayoría de los cristianos lo que
tienen es un temor reverencial de Dios y una idea muy legalista de la justicia
de Dios, pero no tienen experiencia de la misericordia y el amor de Dios para
con ellos o tan sólo un concepto vago y difuso, insuficiente para iluminar su
fe.
La Palabra de Dios nos dice
tanto de la ternura de Dios para los que en Él confían, de la eterna
misericordia de Dios, que parece inexplicable que tantos cristianos no lleguen
q una actitud de confianza y abandono en el Amor que el Señor nos tiene del que
«ni la muerte ni la vida.., ni otra criatura alguna podrá separarnos»
(Rom 8, 38-39).
E) QUE OCURRE DESPUÉS:
Cuando el Espíritu del Señor se derrama abundantemente sobre un grupo de
creyentes, la consecuencia inmediata y un indicio de su presencia en el grupo
es que todos se convierten en expresión clara del Cuerpo de Cristo, es decir,
cada miembro descubre su identidad porque despierta a la comunidad: empieza a
funcionar como miembro vivo del Cuerpo de Cristo. Aquellos que han estado
viviendo un cristianismo individualista tardarán más en integrarse en la
comunidad. Para esto necesitan liberación.
Para algunos el bautismo en
el Espíritu es un impacto decisivo y es experimentar las palabras de Jesús: “recibiréis
la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos...”
(Hch 1, 8). Incluso sacerdotes y religiosos han confesado ser la experiencia
religiosa más importante de su vida.
Que no se trata de un hecho
de sugestión o de emoción lo demuestra el cambio decisivo y sus efectos que
perduran años a pesar de las dificultades por las que se pasará después. La
sugestión no cambia internamente a la persona, ni conduce hacia una mayor libertad,
paz y amor profundos.
Las personas menos
estructuradas mentalmente y más simples son las que más fácilmente sentirán la
necesidad de orar en lenguas y durante largo tiempo. Hacerlo ahora, sí, pero
en los días sucesivos no caer en la tentación de aferrarse al don de la oración
buscado por sí mismo o al intento de suscitar nuevamente aquel fruto sensible.
Habré otras personas que
dirán no haber experimentado nada en la efusión del Espíritu. La explicación
de esto puede ser muy diversa, dejando siempre a salvo los caminos
incomprensibles de Dios y su modo de actuar en nosotros de una forma
imperceptible. Hay que mantenerse en la fe de que el Señor cumple siempre su
palabra y esperar. En estos casos casi siempre se inicia una transformación
lenta y progresiva que quizá no se interrumpa más.
Al Bautismo en el Espíritu
siguen días o meses de una gran facilidad espiritual, de gozo, paz y amor, de
sentir una gran necesidad y gozo por la oración a la que uno se da sin el
menor esfuerzo. Incluso se puede llegar a momentos de oración infusa o contemplación,
en un alternar la vida purgativa con la iluminativa, fenómeno poco común para
los tratadistas espirituales pero frecuente en la R.C.
Esta «luna de miel»
espiritual puede durar más o menos según la situación espiritual de cada uno,
pero han de venir días de desierto, de aridez y tentación. Jesús fue tentado en
el desierto después de su Bautismo en el que hubo una manifestación tan
profunda de la presencia del Espíritu.
No
importan las dificultades e incluso los retrocesos momentáneos con tal que la
resultante final sea de progreso. El Señor será el que más haga por nuestra
renovación y transformación.
F) AMOR FRATERNO, ORACIÓN E IMPOSICIÓN DE MANOS:
El
Padre Raniero Cantalamessa, franciscano capuchino y predicador de la casa
pontificia; nos dice en su libro: “La Sobria Embriaguez del Espíritu” en
sus pp. 47-50, lo que cito a continuación, lo leeré para no dejarme nada:
“En la efusión, hay una parte
secreta, misteriosa, de Dios, que es distinta para cada uno, porque sólo él nos
conoce en lo más íntimo y puede actuar valorizando nuestra personalidad
inconfundible; y hay una parte manifiesta, de la comunidad, que es igual para
todos y que constituye una especie de signo, con una cierta analogía respecto a
lo que son los signos en los sacramentos. La parte visible, o de la comunidad,
consiste sobre todo en tres cosas: amor fraterno, imposición de manos y
oración. Son elementos no sacramentales, pero sí bíblicos y eclesiales.
La imposición de manos puede
tener dos significados: uno, de invocación, otro, de consagración. Observamos,
por ejemplo, que estas dos clases de imposición de manos están presentes en la
misa; hay una imposición de manos invocatoria (al menos para nosotros, los
latinos), que es la que el sacerdote hace sobre las ofrendas en el momento de
la “epíclesis”, cuando reza diciendo: “Que el Espíritu Santo santifique
estos dones para que se conviertan en el cuerpo y la sangre de Jesucristo”;
y hay una imposición de manos consagratoria, que es la que hacen los
concelebrantes sobre las ofrendas en el momento de la consagración. En el mismo
rito de la confirmación, tal y como se desarrolla actualmente, hay dos imposiciones
de manos: una previa, de carácter invocatorio, y otra consagratoria, que
acompaña el gesto de la unción crismal sobre la frente, con la que se realiza
el sacramento en sí.
En la efusión del Espíritu, la
imposición de manos tiene un carácter únicamente invocatorio (en la línea de lo que encontramos en Gn 48, 14;
Lv 9, 22; Mc 10, 13-16; Mt 19, 13-15). Tiene también un valor altamente
simbólico: evoca la imagen del Espíritu Santo que cubre con su sombra (cfr. Lc
1, 35); recuerda también al espíritu de Dios que “aleteaba” sobre las aguas
(cfr. Gn 1 2). En el original, el término que traducimos por “aletear”
significa “cubrir con sus alas”, o “incubar, como hace la gallina con sus
pollitos”. Este simbolismo del gesto de la imposición de manos es aclarado por
Tertuliano cuando habla de la imposición de manos sobre los bautizados: “La
carne es encubierta por la imposición de manos, a fin de que el alma quede
iluminada por el Espíritu” (Sobre
la resurrección de los muertos, 8,
3). Hay una paradoja, como en todas las cosas de Dios: la imposición de manos
ilumina encubriendo, como la nube a la que seguía el pueblo elegido durante el
Éxodo y como la que cubrió a los discípulos en el Tabor (cfr. Mt 17, 5).
Los otros dos elementos son,
como hemos dicho, la oración y el amor fraterno; podríamos decir: el amor
fraterno que se expresa en oración. El amor fraterno es signo y vehículo del
Espíritu Santo. Este, que es el Amor, encuentra en el amor fraterno su ambiente
natural, su signo por excelencia (se puede también decir de él lo que se dice
del signo sacramental, si bien en un sentido distinto: “significando causa”).
Nunca se insistirá lo bastante en la importancia de un clima de verdadero amor
alrededor del hermano que ha de recibir la efusión.
También la oración está
estrechamente relacionada, en el Nuevo Testamento, con la efusión del Espíritu
Santo. Del bautismo de Jesús se dice que: “mientras oraba se abrió el cielo,
y el Espíritu Santo bajó sobre él” (cfr. Lc 3, 21). Se diría que fue la
oración de Jesús la que hizo abrirse los cielos y descender sobre él el Espíritu
Santo. También la efusión de Pentecostés se produjo así: mientras todos
perseveraban unánimes en la oración, vino del cielo un ruido, semejante a un
viento impetuoso, y aparecieron lenguas como de fuego (cfr. Hech 1, 14; 2, lss).
Por lo demás, el propio Jesús había dicho: “Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito” (Jn 14, 16); cada vez, la efusión del
Espíritu es relacionada con la oración.
Todos estos signos —la
imposición de manos, la oración y el amor fraterno— nos hablan de sencillez;
son unos instrumentos simples. Precisamente en esto llevan la marca de las
acciones de Dios: “No hay nada —escribe Tertuliano a propósito del
bautismo— que deje tan atónitas las mentes de los hombres como la sencillez
de las acciones divinas que se realizan y la magnificencia de los efectos que
se consiguen... Las propiedades de Dios son: sencillez y poder” (Sobre el bautismo, 2, lss). Todo lo contrario de lo que
hace el mundo: en el mundo, cuanto más grandes son los objetivos a conseguir,
más complicado es el despliegue de medios; y cuando se quiere llegar a la luna,
éste se vuelve gigantesco.
Si la sencillez es la marca de
la actuación divina, hay que preservarla absolutamente a la hora de conferir
la efusión del Espíritu. Por eso la sencillez tiene que resplandecer en todo:
en la oración y en los gestos; nada de cosas teatrales, de gestos exagerados,
multiloquio”, etc. La Biblia destaca, a propósito del sacrificio del Carmelo,
el estridente contraste entre la actuación de los sacerdotes de Baal que
gritan, danzan como obsesos y se hacen cortes hasta hacer correr la sangre, y
la actuación de Elías que, en cambio, reza sencillamente así: “Señor Dios de Abrahán, de Isaac y de
Israel... respóndeme, para que sepa este pueblo que tú eres el Señor Dios, el
que hará volver el corazón de tu pueblo hacía ti” (1Re 18, 36-37).
El fuego del Señor bajó sobre
el sacrificio de Elías y no sobre el de los sacerdotes de Baal (cfr. 1Re 18,
25-38). El propio Elías, más adelante, experimentó que Dios no estaba en el
viento impetuoso, no estaba en el terremoto, no estaba en el fuego, sino en un
ligero susurro (cfr. 1Re 19, 11-12).
¿De dónde viene la gracia que
se experimenta en la efusión? ¿De los presentes? ¡No! ¿De la persona que la recibe?
¡Tampoco! ¡Viene de Dios! No tiene sentido preguntarse si viene de dentro o de
fuera: Dios está dentro y fuera. Lo único que podemos decir es que dicha gracia
tiene que ver con el bautismo, porque Dios actúa siempre con coherencia y
fidelidad, no hace y deshace. Él hace honor al compromiso y a la institución de
Cristo. Una cosa es cierta: no son los hermanos los que confieren el Espíritu
Santo; ellos no dan el Espíritu Santo al hermano, sino invocan el Espíritu
Santo sobre el hermano. El Espíritu no puede ser dado por ningún
hombre, ni siquiera por el Papa o por el obispo, ya que ningún hombre posee en
propiedad el Espíritu Santo. Sólo Jesús puede dar propiamente el Espíritu
Santo; los demás no poseen el Espíritu Santo, más bien son poseídos por él.
Respecto al modo de esta
gracia, podemos hablar de una nueva venida del Espíritu Santo, de una nueva
misión por parte del Padre a través de Jesucristo o de una nueva unción
correspondiente al nuevo grado de gracia. En este sentido, la efusión no es un
sacramento, pero sí un acontecimiento; un acontecimiento espiritual: ésta podría ser la definición que más se acerca a la realidad. Un
acontecimiento, es decir, algo que se produce, que deja
huella, que crea una novedad en una vida; pero un acontecimiento espiritual (no histórico):
espiritual porque se produce en el espíritu, o sea, en el interior del hombre,
y los demás pueden muy bien no percatarse de nada; espiritual, sobre todo,
porque es obra del Espíritu Santo.
Concluyo esta enseñanza con un
hermoso texto del apóstol Pablo, que habla precisamente de la revivificación
del don de Dios. Vamos a escucharlo como una invitación dirigida a cada uno de
nosotros: “Te aconsejo que reavives
el don de Dios que te fue conferido cuando te impuse las manos. Porque Dios no
nos ha dado un espíritu de temor sino de fortaleza, de amor y de ponderación” (2Tim
1, 6-7).
Mn. Alberto Jiménez Moral, Rector
Encuentro de Alabanza, Crecimiento y Fraternidad
Parròquia Sant Joan Baptista de Montgat, 20 de mayo del 2012